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Caso Fiscal

La cuarta hipótesis (un poco más, ¿sí?)


22 de enero.

No tengo dudas: la Humanidad es un accidente del planeta que hemos denominado Tierra que, su vez, es un accidente de lo que hemos denominado Galaxia o universo o lo que sea que sea esto que supuestamente existe. Pienso en el suceso del Fiscal y me detengo en los hombres  en esta… Humanidad y no encuentro un camino mejor que remitirme a Milan Kundera: “El gesto brutal del pintor: sobre Francis Bacon”. En este breve ensayo que, me animo a decir, trata sobre la belleza y la “brutalidad” del  Yo, Kundera (a quien tuve la particular suerte de conocer en Francia —¿un accidente más,  aun habiendo sido buscado?—) utiliza términos, traducción de por medio, como “…la mano violadora del pintor se apodera con un gesto brutal de la cara de sus modelos, para encontrar, en algún lugar en profundidad, su yo sepultado”. Sintetizando a Kundera (perdonen este crimen), podría decir que asocia la obra de Bacon, en particular sus trípticos, a esa brutalidad del yo.
Casualmente… estaba repasando, releyendo ese texto, cuando ocurrió lo del Fiscal: no tuve otra opción más pura que pensar nuevamente en los accidentes. Con un poco de sarcasmo e ignorante de lo que luego me sucedería, me dije: “si la humanidad es un accidente de alguna historia, yo soy el prototipo; me reí internamente. ¿Y qué opinión surgió en mí al escuchar las diferentes versiones?: ninguna. Absolutamente ninguna. Ni siquiera una idea coherente surgía en mi mente. Pero… pasaron algunos días, exactamente el 22 de enero, y se acercó a mí ese hombre que aseguró tenía la “orden” de transmitirme la verdad sobre lo sucedido: lo primero que me dijo fue que tenían (“tenemos”, me dijo, en un indescifrable plural) “pruebas contundentes” de lo que me contaría. Pero eso sucedió después. Antes, como dije, no podía configurarme una idea levemente cercana a lo acontecido. Así, surgió en mí una desazón indescriptible que me llevó a pensar que no había sido suicidio, que no había homicidio, que lo de “suicidio inducido” era una pavada de los medios y decidí olvidarme del tema, y de esas especulaciones mías, porque si no era nada de eso, qué era. ¿Un accidente?: Fiscal Especial para el caso A.M.I.A, se encontraba en el baño jugando con un revolvercito  que le prestó un amiguito y sin querer se le disparó en la sien derecha. Sin embargo los otros “no”: no suicidio, no homicidio, lamentablemente para mí, fueron confirmados por el Hombre, quien me contó con detalles lo ocurrido, algo verdaderamente sombrío, propio de un relato literario negro.  Insisto: en los primeros días de confusión, de mi parte y creo que de medio planeta (excluyo la otra mitad, pues pertenecen a algún servicio de inteligencia), la desazón se apoderó de mí y la mejor salida que encontré fue recordar que acababa de regresar de Córdoba de unas apaciguadas, aunque breves, vacaciones. Estuve alojado en el Apart Hotel Candy y a quien sea que lea esta confesión le recomiendo que no deje de visitarlo. Se encuentra en Villa General Belgrano, que los cordobeses denominan, como lo hacen con todos los destinos turísticos de esa provincia, “un lugar encantado”, o “encantador” o “maravilloso” que, por supuesto, no lo es. Pero sí puedo afirmar que alguno de esos lugares comunes que usan ellos, producto de una vieja comprensión de la importancia del turismo en las economías provinciales, son ciertos: Me refiero a expresiones como “un lugar para el relax”, para “mitigar el estrés”…
            disculpen debo abandonar urentemente la página (tuve una nueva “interrupción”. Es tarde, son más de las cuatro de la mañana del día 23 y me está ocurriendo lo que sucedió más temprano cuando, antes de tomar la decisión de hacer público este documento, estaba repasando información en internet sobre lo del Fiscal e inexplicablemente, luego de unas horas de “investigación”, abría una página de Nación o de Página 12 y en lugar de encontrar la nota esperada me sorprendía con la presencia de una propuesta de chat con, seguramente, alguna prostituta. O, al intentar abrir esos sitios me aparecía una recomendación de no hacerlo pues no era seguro y “corría riesgo” mi equipo. Lo mismo me acaba de suceder en tres oportunidades. De esto tampoco tengo dudas: mi IP ha sido identificada, mi pc ha sido jaqueada. Mañana continúo desde otro… lugar…, un abrazo a todos.








23 de enero

Ante todo debo pedir disculpas por la “ligereza” del texto que subí anoche. Luego de la ardua “lucha” contra las “interrupciones”, me fui a dormir. Todavía hacía mucho calor, encendí el televisor para saber la temperatura: 31 grados indicaba la parte inferior derecha de la pantalla. Pensé que entre la temperatura, mi confesión pública, la imagen mental nítida e intermitente del Hombre, las interrupciones, etcétera, no podría conciliar el sueño. No fue así: intencionalmente comencé a repasar imágenes que me resultaran agradables y, así, volví a Córdoba. Recordé la grata temperatura del agua de la pileta climatizada, me vi sumergido en ella hasta el cuello y haciendo breves nados de una punta a otra de la pileta de unos veinte metros de largo. Vi las pérgolas con esa enredadera verde que deja asomar, tupidamente, una flor relativamente cónica que mezcla los colores rosa, naranja (predominante), rojizos y seguramente otros que mi escasa cultura visual, en cuanto a colores se refiere, no me permitió ver. Según uno de los empleados de mantenimiento, es conocida, esa enredadera, como “clarinete”; y en efecto para describirla es mucho más oportuno decir que tiene la forma de ese instrumento musical y no, como dije antes, cónica. Caminaba por el pequeño centro de Villa General Belgrano. Vi los pintorescos (otro cordobesismo) restaurantes alemanes (¿qué alemanes?). Caminaba por calle Ojo de Agua y a medida que me alejaba del núcleo del pequeño centro comercial, las luces disminuían; ingresaba a la zona residencial; ya habían quedado tras de mí los comercios las luces, los autos estacionados y en movimiento, la música de algunos restaurantes, las farolas de las veredas, la luz artificial intensa, el ruidoso show frente a la iglesia; así, las veredas y las casas se apagaban, todo se oscurecía; al fin: vi la noche; no pude saber más nada hasta pasadas las ocho de la mañana, cuando desperté, recordé lo que había escrito en la madrugada y mis ojos se transformaron en dos estrellas luminosas incapaces de parpadear. Ante la urgencia de la publicación, cuatro horas de descanso fueron más que suficiente para poder retomar el trabajo que me había propuesto. Es cierto: sentía algo de miedo y, mientras desayunaba, vacilaba y me preguntaba si debía seguir, pero el miedo no es una cualidad que me caracterice. Pensé: “por qué no se hacía cargo el Hombre de hacer público semejante análisis, ese atroz relato de él, y recordé sus primeras palabras, que fueron una afirmación imperativa: “usted que es escritor y periodista, tengo información que me han dado. Información segura, que proviene de lo más alto”. Reiteró: usted es escritor, es periodista. Sabrá cómo comunicar esta verdad”.  Apabulle acacias.
El Hombre se había acercado a mí, amablemente, con un cordial “buenas tardes”. Yo acababa de salir de mi departamento y me dirigía a las cocheras de alquiler, distantes a cuatro cuadras y media. Era lo más cercano que había podido conseguir desde que había alquilado sobre Houssay. Era indudable que conocía mis movimientos; ya había quedado más que claro que sabía bastante de mí en cuanto a mis actividades… En fin como dice mi lejano amigo (graciosamente, las veces que nos hemos encontrado, dos veces en Francia, específicamente en París y una en Madrid, lo llamo Mil o Milé o Mei), los comportamientos, de las personas, son “estadísticamente calculables, sus opiniones manipulables, y que, así las cosas, el hombre es menos un individuo (un sujeto) que un elemento de una masa.” (Nada nuevo, pero…, lo dice Milan, en el 2009)
La decisión, esa que menciona en el whatapp que envía a su grupo, en realidad ya la había tomado antes de su viaje a Holanda. Lo de Holanda era algo que tenía pendiente con su hija, por eso viaja; además quería dejarle una buena impresión, un lindo recuerdo, por si las cosas no salían como las había pensado en Buenos Aires. Sin embargo, en Ámsterdam, un moreno, que no sabe quién es el Fiscal (en realidad fuera de los altos ámbitos judiciales y políticos, nadie lo conoce. Para los argentinos en general, Nisman es un desconocido, nadie ha escuchado ese apellido, nadie sabe que existe una Fiscalía creada especialmente para dilucidar el atentado contra la AMIA) tiene la orden de entregarle un teléfono celular que, luego de  recibido el primero y único mensaje deberá destruir parte por parte y arrojarlo en forma diseminada en lugares como contenedores o cursos de agua. Y así sucede. El mensaje lo recibe unos minutos después de que el moreno le dejara el teléfono. Su contenido es claro: en Argentina se está preparando su destitución o pedido de renuncia o alejamiento, debido a que lleva más de diez años al frente de la causa y no ha logrado absolutamente nada. Servicios de por medio, muchos saben el contenido de la imputación que está preparando. Claro que no es todo esto lo que dice el mensaje, pues éste se limita a unas pocas palabras, tal vez estas: “quieren desplazarlo de la ‘causa”. Debe seguir hasta las últimas consecuencias”. Al igual nosotros, ellos conocen el escrito”. Y luego el número de una cuenta bancaria, un monto en dólares, el nombre de un banco fantasma y su ubicación en un paraíso fiscal. Además: una clave; los nombres de los titulares de la cuenta que son él y su ex esposa, “indistintamente”; unas palabras que esconden el motivo real de la alta suma de dinero depositada allí: “le servirá para la investigación”. El Fiscal también advierte que si es destituido y alguna iniciativa judicial atenta contra sus bienes tiene un respaldo que asegurará su futuro y el de su familia. Piensa que puede tratarse de una trampa, pero más cree que se trata de sus amigos de la Embajada, cuya relación fue revelada por  Wikileaks. Como dice Kollman: “En la colección de cables de la embajada norteamericana en Buenos Aires, dados a conocer por Wikileaks, hay decenas de informes de visitas de Nisman a la delegación diplomática donde discutía la orientación de la causa, pedía disculpas por no avisar de tal o cual medida que tomó y les enviaba textos que recién después presentaría a la Justicia”.
Pero el Fiscal no piensa que esté trabajando para nadie que no sea para él y para la investigación. No cree, no se ve, arrodillado frente a la Embajada, sino de pie, frente a frente, como dos poderes que se “quieren”, que se necesitan mutuamente. Su personalidad es firme, sólida, hozada: se siente bien con él mismo, su ánimo está en elevación, su habitual seguridad cobra una dimensión sobrehumana; su ansiedad no le permite dormir la cantidad de horas que dormía. En Ámsterdam y sus últimas noches posteriores, se le hacen interminables. No se da cuenta que dormir poco puede alterarle el juicio, pero no se preocupa por el sueño, le sobran energías y ansias de grandeza. Entonces: toma una decisión. Debe ganarles de mano. No puede permitir que sea desplazado de la causa sin pena ni gloria; o, en todo caso, con pena, pues sabe que lleva más de diez años sin haber aportado absolutamente nada para su esclarecimiento. Ha decidido, entonces, imputar a las más altas autoridades por encubrimiento. Sabe que no tiene nada para  imputar a nadie. Sabe lo que es una falacia, pero no ha estudiado ni conoce ningún tipo de clasificación, sin embargo, aunque exactamente no lo sepa recurre a una de ellas: argumento ad consequentiam o argumentum ad consequentiam (en latín, según Wikipedia, "dirigido a las consecuencias"). Se trata de una falacia que pretende sostener a un argumento en función de las consecuencias que generó o que puede generar.
Y las consecuencias que imagina se cumplen: alto impacto mediático: el asunto se transforma en agenda temática que, todo parece indicar, no será una cuestión pasajera; credibilidad de su denuncia, con ayuda de ese impacto.
Así, su sobre-humanidad crece, da un nuevo salto: es hora de ejecutar el segundo paso, es hora del gesto brutal: debe darse un tiro, pero no tiene que suicidarse.
—¿Usted piensa que un fiscal, que puede tener y hasta portar el arma que quiera, por ejemplo una 9 milímetros, va a pedir prestado una pistola 22 para defenderse?
El Hombre caminaba a mi lado y hablaba con soltura, con voz grave, como quien no tiene preocupación alguna y va, junto a un amigo, a jugar una partida de golf, pero luego de la pregunta retórica, me tocó el brazo indicándome que me detuviera. Nos pusimos frente a frente:
—Imagine —me dijo— que usted cree que pueden atentar contra su vida, usted es fiscal, ¿sí?, puede tener (de hecho tiene) y hasta portar, armas como la que le mencioné. Cree que pueden matarlo. Estando en semejante situación de tensión, temor a perder la vida, pero valentía para defenderse. Una valentía acorde a su personalidad. Es fiscal de una de las causas más complejas y complicadas de la historia de la justicia argentina: ¿Usted piensa que usted, yo, mucho más el Fiscal pensaría que quien o quienes vienen a matarnos, va a venir con un cuchillito de plástico? Si usted cree que el potencial asesino proviene de lo más alto de algún poder, sea el que fuera, va a llegar a su departamento con alto poder de fuego, terminología y situación que conocemos, ¿va a pedir prestada una Bersa Thunder 22? ¿No le parece absurdo?
Dijo estas palabras y me indicó, con una sonrisa y un gesto de cabeza, que siguiéramos caminado.
Como le sucede al personaje narrador de Borges en Rosendo Juárez, deduzco ahora, que “algo de autoritario” debe haber tenido el Hombre, porque yo hacía caso a sus señas, respetaba, sepulcralmente, sus pausas, no le rebatía nada ni lo interrogaba: había logrado anularme todas las facultades intelectuales, excepto la de escuchar y guardar en la memoria. En la caminata  seguía su ritmo, que era de pasos largos, pero lentos y seguros, aunque me daba la impresión de que era una forma estudiada de caminar, percibía algo teatral en ese y otros comportamientos.
Como me dijo, el mismo razonamiento referido a la supuesta necesidad de contar con un instrumento de autodefensa, era aplicable al suicidio:
—Ahora imagine una situación similar para la hipótesis del suicidio, todo sigue igual: usted es fiscal interviniente en un caso de máxima importancia. Por el motivo que sea decide matarse, ¿elige un arma calibre 22, teniendo a disposición otras de calibre grueso? Y aun suponiendo que esa 22 es el arma que tiene más a mano, ¿decidiría dispararse en la sien y no a través del paladar superior para que el pequeño proyectil atraviese sin dificultad los obstáculos óseos y llegue al centro del cerebro haciéndolo estallar?
Yo seguía atentamente y de manera concentrada las palabras del Hombre, pero ya habíamos llegado a las cocheras de alquiler donde me esperaba mi auto. Por eso, y con el fin de no cambiar nada, para que el extraño concluyera de una vez con su promesa de contarme la verdad y entregarme las supuestas pruebas, al llegar a la vereda  de las cocheras seguí caminando como si nada. Apenas habíamos dados unos pasos al frente de la propiedad siguiente se detuvo. Miró hacia arriba y hacia los costados:
—Nos estamos pasando —me dijo imprevistamente, mientras giraba sobre sus pies, desandaba unos pasos y me indicaba que lo siguiera. Ambos nos ubicábamos frente al portón de salida de las cocheras.

Por otro lado, me aseguró que un arma de ese calibre sólo deja  en las manos, la ropa, el pelo o cualquier parte del cuerpo “millonésimas de gramo de residuos” y se tienen que cumplir “determinadas condiciones. Esto hace posible que el “barrido electrónico” pueda arrojar un resultado negativo.
—Además tenga en cuenta que el arma fue hallada debajo del cuerpo del Fiscal, su mano puede haber caído rosando el piso o alguna pared colaborando en la eliminación de las macropartículas; agréguele a esto el hecho de que el cuerpo fue encontrado al menos diez horas después de su muerte, que no es sinónimo de diez horas después del disparo. Pero lo más importante y que impide que el rastreo electrónico sea positivo es por lo que hace el Fiscal, que conoce de esto y sabe muy bien cómo lograr ese resultado. Ahora lo dejo, ya tiene bastante para escribir. Usted es escritor de ficciones, de algunas novelas históricas… —hizo una pausa—. Cómo decírselo, a ver… —otra pausa—, agréguele lo que quiera. Descríbame a mí como le parezca, haga lo que se le antoje con los… escenarios, ¿sí?, pero no modifique la esencia de lo que le he revelado. Piense que usted es un… elegido, por su objetividad y por su forma rigurosa de escribir novelas históricas, notas periodísticas y guiones para cine y documentales. Es un elegido y un privilegiado, no sea ingrato con la realidad por más que le cueste creerla, por más… —parecía, por primera vez, que hacía un esfuerzo para encontrar las palabras precisas— exótica que le resulte. Luego le contaré el resto.
Comenzaba a alejarse y yo balbuceé otro monosílabo. “Pero”, alcancé a decir cuando comenzaba a alejarse y el Hombre giró a medias su cuerpo, levantó su brazo y con el dedo índice de la mano señalándome me dijo, simplemente, “yo lo ubico, quédese tranquilo, va a saber la historia completa”




TRES

24 de enero

No saqué el auto, no fui a ningún lado, volví a mi departamento y me puse a escribir. El dilema más fuerte que se me presentaba era decidir a qué medio de comunicación le enviaría la “revelación”. Como periodista independiente, podía elegir entre dos o tres opciones. A las ocho ya me encontraba frente a mi máquina, nuevamente, con el fin de continuar escribiendo algo más que un relato. A las nueve, aproximadamente, el texto escrito se encontraba exactamente igual que a las ocho, pero había encontrado una forma interesante de publicar la cuarta hipótesis; fundamentalmente una manera que hiciera posible la publicación, pues, a esa altura, tenía la certeza de que ninguno de los tres diarios “amigos” publicaría la versión que me había descrito  el Hombre (¿S.I.?). Un poco antes de las diez de la mañana el texto ya tenía la forma que decidí: ficción literaria, y que, conjeturé, sería publicable, ya se había desplazado en Word unas tres páginas. Pasadas las once (cinco páginas) sentí que descendía mi rendimiento. Dormir poco, o mucho menos de lo habitual, hacía estragos en mi capacidad, bastante lenta, para escribir. Decidí, primero, tomarme un café bien cargado. Lo hice, pero cuando la cafetera largó su pitillo de aviso de fin de su tarea yo ya había decidido recostarme un rato y lo escuché desde la cama. Sólo me había sacado los zapatos y estaba boca arriba con las piernas cruzadas y las manos debajo de la nuca. Me iba quedando dormido, el caos de imágenes comenzaba a adueñarse de mi consciente cuando me di cuenta que en definitiva el Hombre no me había dicho nada relevante: sólo había esbozado una posibilidad. Surgió en mí la nítida necesidad de denunciar al hombre, a través de uno de los diarios. Es decir, hacer exactamente lo contrario a lo que había decidido: publicar con la mayor exactitud posible lo que me había ocurrido, pero a modo de denuncia relacionada con el accionar de los Servicios de Inteligencia. Tenía en claro que mi blog (Estadística Google: promedio de cinco mil visitas diarias, aproximadamente), ya estaba escrito con la primera versión, pero sólo se trataba de editar la entrada. O subir otro texto que explicara todo, incluyendo el error, el apresuramiento, de haber publicado el texto de la entrada anterior; “no lo maduré lo suficiente”, diría como excusa; o: “fui víctima de un engaño, pido disculpas”…
Antes de las doce me levanté, tomé el café que había preparado, en una taza grande; “necesito estar bien despierto”, me dije. A las doce en punto sonó el portero de mi departamento. Atendí y escuché la particular voz:
—Soy yo. ¿Continuamos?
—Claro, por supuesto, estoy ansioso; creí que no volvería a verlo, ¿quiere subir o prefiere caminar? También podríamos ir a almorzar… —me interrumpió.
—Prefiero subir, ábrame la puerta, ahora, por favor.
Le hice caso. Apenas estuve arriba volvió a pedirme disculpas, me dijo que estaba acostumbrado a este tipo de tareas y que obraba así, “apurando la situación”, para evitar dar tiempo a que alguien, en este caso yo, active alguna cámara o un micrófono. Volvió a pedirme disculpas:
—Disculpe, pero el protocolo indica que debo hacer esto.
Estaba vestido con la misma bermuda, de color verde oscuro, del día anterior. Los mismos zapatos tipo mocasín, gamuzados, de color claro. Sólo había cambiado su remera; ahora tenía puesta una de color negra, al igual que la del día anterior era ancha y bastante larga. No tenía dudas que debajo de ella podría tener un arma sin que nadie lo notara. Dijo lo del protocolo y de inmediato sacó de una riñonera un aparato. Hizo un pip cuando lo encendió. Comenzó a recorrer todo el ambiente (Mi cocina comedor y living; integrados amplios y cómodos).
—Es el protocolo —volvió a repetir—. Debo asegurarme de que no hayan micrófonos ni cámaras —dijo, mientras caminaba y apuntaba el aparatito hacia diferentes lugares y simultáneamente accionaba una especie de perilla—. Todo está bien. Se está portando acorde a lo esperado. Nos gustó el relato que hizo en su blog; hasta hace una hora ya llevaba más de ocho mil visitas.
¡Ni a mí se me había ocurrido revisar la estadística! ¡Tenía muy en claro que, supuestamente, únicamente yo podía acceder a esa información! Me sentí invadido; sí: invadido, más que vigilado, perseguido, o acosado por esa paranoia que relatan constantemente muchos periodistas y algunos políticos. Se me cruzaron por la cabeza mil cosas para decirle e incluso la idea de echarlo. Lo pensé unos segundos y finalmente pregunté:
—¿Prefiere que nos ubiquemos en los sillones o en la mesa?
—En los sillones. Debe estar cansado. Anoche se acostó a las cuatro de la madrugada y se levantó a las pocas horas —dijo eso, mientras volvían a sucederse en mi mente ideas de “invasión”, en este caso a mi intimidad. Recordé el instante en el que el aparatito comenzó a lanzar unos pic cortos y seguidos. Saqué una conclusión: efectivamente había alguna cámara, pero no la había instalado yo, sino, ellos. Aunque también era probable que una observación simple, desde el exterior del edificio, del apagado y encendido de luces, les arrojaría una evidencia de mis comportamientos inequívoca. Otra opción, que pensé después, fue que habrían estado observándome desde el edificio de enfrente: a través de las cortinas mi sombra, de las luces interiores o del sol de las primeras horas (mi departamento da hacia el Este) les habría indicado todos mis movimientos, incluso cuando preparé el café o fui al baño.
La sensación que sentí fue de una intimidación amable: como si ellos, me quisieran decir “si queremos podemos saber todo de vos”, o, directamente: “conocemos todos tus movimientos y hasta lo que escribís, incluidas las palabras que borrás; incluso lo que pensás”.


—El Fiscal ya había modelado su investigación, transformándola en una falacia. Nada le costaba seguir manipulando hechos a favor de su hipótesis que, usted sabe, era insostenible. No duraba en pie ni un mes (que políticamente es mucho). Los principales juristas del país, además del oficialismo con toda su batería… —Quedó callado por unos instantes. En este caso, me dio la impresión que no estaba buscando ni la palabra ni la expresión precisa y ajustada a la situación. Mi impresión fue que se había ido, que algo le trajo a la memoria algún suceso que le resultaba traumático…, tal vez un homicidio; quizá venía de asesinar a… un fiscal. Pensé esto y una risa interna recorrió mi cuerpo. Él continuó:
—… Usted sabe a qué me refiero. En esto puedo fallar: no soy político y no me gusta la política, y mucho menos meterme.
Ante semejante aberración hasta se me pasó por la cabeza que me estaba tomando el pelo o, tal vez, probándome. Por eso me animé a hablar:
  —Con toda la información política que tiene me dice que no le gusta meterse, que no le gusta la política.
—Exactamente. Este es mi trabajo. Si lo quiere llamar de alguna manera soy… un… investigador. Nada más que eso, un investigador, un curioso más; este es mi trabajo y todos los meses tengo depositado mi sueldo y los eventuales gastos operativos que haya tenido… Algo más: no se esfuerce en creerlo, le costará  mucho y le producirá cierta… angustia diría yo. Simplemente, créalo.
—¿Un curioso?
—Sí. Es la mejor manera de calificarme. Incluso lo de investigador suena a detective… ¿un Sherlock Holmes?  Ahora que lo pienso, también suena a espía…Sí, por qué no, también suena a espía. ¿Un cero cero siete? No, de ninguna manera. Qué… curioso, de chico me gustaba el Agente 086.
—A mí me suena a Secretaría de inteligencia, o, popularmente, SIDE.
—SIDE. Sí, sí, SIDE, algo sé. Me suena bastante. —Las expresiones del Hombre: su cara, su modo de reacomodarse en el sillón, sus piernas cruzadas…, habían tomado un aire burlesco.
En ese instante me di cuenta que había destinado demasiado tiempo en la redacción del texto que había subido a mi blog y que no había pensado ni un minuto la estrategia de abordaje a Daniel. Intenté hacer tiempo, para pensar, con la conocida táctica periodística de reportaje, es decir, hacer preguntas irrelevantes para ablandar al entrevistado y de a poco ir a lo que se pretende obtener.
—¿Cómo se llama? —le pregunté, mientras me ponía de pie—. No pretendo que me diga su nombre verdadero ni el de… Inteligencia, sólo para tener un modo de llamarlo.
—Sí, está bien, prefiero eso antes que esa denominación…, Hombre, con la que me describió en su escrito. Además ya la utilizó en otro texto…; creo que el título de ese escrito era… —hizo como si estuviera pensando; a mí me pareció una hipocresía o, al menos, un artificio más—, Asesinaron a…, la verdad que no recuerdo el apellido del —hizo una pausa y sonrió—.
—Vessica… —me interrumpió.
—Exacto. Sí. Vessica. Un buen policial. Creo que también está basado en hechos reales, ¿no?
—Sí, aunque algunos desconfíen, como seguramente será este caso, está basado en sucesos que, lamentablemente, ocurrieron. —Me senté nuevamente en la punta del sillón de estructura de algarrobo y almohadones de tela color beige—. ¡No me ha dicho suuu… nombre! —Dije en forma espontánea y con un tono ligeramente jocoso, pues me di cuenta que si quería sacarle más información de la que tenía ordenada darme, debía cambiar mi actitud; debía ocultar, principalmente, mi desconfianza.
—Daniel —dijo a secas.
—Bien, ¡bien! —jocosamente—, ya tengo una forma de llamarlo. Además es el nombre de mi mejor amigo de la adolescencia —mentí, para romper hielo y tomar la punta en la charla. “Debo proceder como si fuera un entrevistado más”, me dije.
—Ah, creía que su mejor amigo de la infancia se llamaba… —extrajo una libretita, de no más de diez por cinco centímetros—, creo que Alfredo —hojeaba la libretita—. Sí. Alfredo Méndez.
—Sí, claro, fue otro de mis mejores amigos.

—Reviso la lista —dijo, mientras leía y daba vuelta una página—. No lo encuentro, pero la verdad es que la letra es tan pequeña que necesito esto —rió y extrajo de otro de los bolsillos un par de anteojos. Se los colocó, volvió a repasar la lista y finalmente concluyó—: No. Ningún Daniel, pero puede ser un error. Tal vez un error tipográfico de la documentación que recibí por internet. A lo mejor la chica que escribía tipió mal, en vez de oprimir las le tras A-l-f-r-e-d-o, sus dedos se encapricharon en D-a-n-i-e-l.

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