La cuarta hipótesis. Quinta entrega
Contesté la llamada de Dios:
—Estoy abajo. Tengo unos minutos solamente, ¿le gustaría que le deje unos
datos más?
—Por supuesto, suba —oprimí el botón del portero eléctrico.
Lo esperé bajo el dintel de la puerta. Lo vi salir del ascensor, cerrar las
puertas y caminar hacia mí con una carpeta en su mano izquierda. Pasó, cerré la
puerta y mientras me dirigía al sector de la cocina le ofrecí café.
—Tiene razón: la puerta del microondas debe quedar abierta al menos unas
horas al día, lo consulté por internet —abrí el aparato y coloqué la taza, tal
como lo había hecho él el día anterior, dándole un mensaje: hoy corro el espejo,
por decisión propia. También busqué en Google “fábricas de zapatos” y “representantes
autorizados”… —interrupción.
—Deje de hablar pavadas. Tengo nueva información que debe publicar con
urgencia. —Hablaba en voz baja. Señaló hacia arriba, donde estaba la lámpara
que pendía del techo. Se dirigió a la mesa del comedor y comenzó a hojear la
carpeta que, viéndola de cerca, no era tal, sino que se trataba de un libro de
contabilidad—. No, no quiero café, ya me he tomado media docena —bajó los
decibeles de su voz, como si hablara en secreto—: Venga y présteme atención.
A pesar de su minimizado tono, me hablaba con tono de orden, como si yo
fuera su secretario y él un empresario apurado por hacer un negocio de compra
de acciones importante y urgente. Por eso le dije con tono algo irónico, pero sonriendo:
—¿Cuándo me depositan el sueldo? Sugiérales que sea entre el uno y el cinco
de cada mes. —Sonrió y entornó la cara con rapidez; ambas cosas en cuestión de
segundos. Fue la manera que eligió para responder mi provocación. Sinceramente,
en ese momento, no me di cuenta de lo muy apurado que estaba. De lo contrario
me habría comportado como un profesional…
Me refiero a un periodista profesional.
Acaté su orden y me acerqué a él. El libro de contabilidad iba por la foja doscientos
veintidós.
—Mire. —En voz muy baja. Eran recortes de periódicos. Pude ver una
simulación computarizada que daba cuenta de la posición en que habían quedado
el cuerpo del Fiscal y el arma. Con flechas se indicaba: puerta del baño,
pistola, espejo, bañadera y sanitarios—. Se la entregamos nosotros a este. —Me
indicó con su dedo índice el nombre del periodista que figuraba debajo del
título de la nota. Analicé por unos segundos la imagen:
—No es exacta. La ubicación de la pistola…
Yo había hablado en voz muy baja, no obstante, cruzó su dedo índice sobre
sus labios y, de inmediato, con la mano ligeramente extendida, con la palma de
la mano hacia abajo, hizo tres cortos movimientos ascendentes y descendentes,
indicándome que hablara más despacio
—Se la entregamos así, intencionalmente —mantenía su bajo tono de voz;
apenas podía oírlo. Me mostró otro recorte periodístico que en la volanta decía:
“Caso Fiscal. Avanzan las investigaciones”; en el título: “La bala entró por la
parte superior de la oreja”; en el copete: repetía el título y agregaba: “en
forma ascendente, trascendió en tribunales”. Daniel señaló el copete—: ¿Se da
cuenta por qué el Fiscal estuvo investigando por internet lo que le dije? —se
refería a lo del cráneo, huesos: dureza, espesor, etcétera; cerebro…—. Como le
dije: se disparó él, pero su intención no era matarse; aunque, le anticipo, ya
hay una quinta hipótesis que se puede
sostener con las mismas pruebas de la cuarta. —En tono alto me dijo—: No tenemos nada nuevo
por hoy. Deje su blog como está o, si lo prefiere, consulte las visitas, o
vuelva a subir textos de Fromm, de Saer, de Schopenhauer, Borges o Foucault,
como lo hizo en publicaciones anteriores. —Con la mano me indicó que lo
siguiera. Nos ubicamos, de pie, como estábamos antes, pero ahora ante el
desayunador—. Acá, mejor acá —dijo mientras miraba hacia la parte central del
techo, donde estaba la lámpara y, debajo de ella, la mesa principal. Era como
si con su vista tomara medidas de alcance. No obstante continuó hablando en secreto. De pronto se dirigió hacia
la zona de la mesa y dijo con naturalidad—: Está bien, le acepto un café. —Me
indicó que me acercara a él y me hizo unas señas que no comprendí de inmediato:
Yo permanecía algo estupefacto, pero al fin me di cuenta y le respondí:
—Se lo preparo —dije en voz más alta de lo habitual. Daniel hizo una mueca,
acercó su boca a mi oído y me dijo—: No son estúpidos. —Pretendiendo remediar la
situación agregué—: Nunca está de más un rico café.
Regresamos nuevamente al desayunador. Abrió una vez más su libro contable. Advertí
que la foto no estaba pegada. Dio vuelta la página: un papel suelto me daba
indicaciones de lo que verdaderamente debía hacer o él (o ellos) quería que
hiciera. Leí la primera frase: “Ha comenzado una operación de la Secretaría de
Contrainteligencia de la SI, en relación a lo publicado en su blog”. El papel,
luego me indicaba que tenía que crear un nuevo blog o si estaba dentro de mis
posibilidades “cree una página web”. En mi blog actual o en el nuevo debía
publicar “un resumen de lo principal, dejando de lado el perfil literario”, a
modo de anticipo de lo que el lector encontrará a medida que avance. Además, en
esos anticipos no debía obviar “lo de la pistola 22 y no una 9”; la hipótesis
del homicidio y el “absurdo” pedido del Fiscal de una pistola 22, para
defenderse de personas que vendrían fuertemente armadas; lo del suicidio: “disparo
en el parietal” y no, como sería lógico con un arma de tan bajo calibre, a
través de la boca. Por último el papel me indicaba que debía ratificar, en esa
síntesis lo publicado anteriormente, referido a las hipótesis. Estaba copiado
con exactitud lo que, al respecto, había escrito en mi blog: “que
no había sido suicidio, que no había homicidio, que lo de suicidio inducido era
una pavada de los medios”.
Daniel continuó con su tono… confidencial:
—¿Lo memorizó?
—Por supuesto —le respondí. Él cerró el libro y nos dirigimos hacia los
sillones.
—¿Así está bien o está muy cargado? —le pregunté. Ambos estábamos sentados.
Yo había cruzado mis brazos y mis piernas; él había volcado su cuerpo hacia un
costado; con su brazo en “v”, sobre el apoyabrazos del sillón, sostenía con una
mano su cabeza.
—Es lamentable que no tenga nada para decirme. Espero que las cosas cambien
pronto para que pueda darle un final a esto.
—Seguramente volveré a visitarlo. Lo que no creo que pueda hacer usted es
darle un final a esta tragedia. Esto no terminará nunca. Bueno, muy rico el
café, muy cómodos los sillones, pero lamentablemente me tengo que ir. —Dijo
eso, se puso de pie, marcialmente, como si estuviera por pasar delante de él
alguien de altísimo rango y se dirigió a la puerta. Caminó unos pasos y se
volvió. De cerca, dándome suaves toques, en el pecho, con su dedo índice, y me
dijo:
—Nos queda mucho. Le tengo que contar por qué el Fiscal hace lo que hizo;
el error que comete en el… “gesto brutal”, diría usted, y que le cuesta la
muerte; yo diría que en este aspecto son dos los errores que comete. También nos
queda pendiente lo de la exesposa, que es un platito fuerte, más de lo que
piensan muchos o casi todos; tenemos el chat que entablan por internet las
hijas del Fiscal; tenemos la quinta hipótesis… Vamos a vernos antes de lo que
usted piensa… Nos despedimos con formalidades y mutuas sonrisas.
Por mi parte, me daba cuenta que comenzaba una nueva historia y que, tal
vez, estaba trabajando para… ¡quién sabe para quién!
Texto completo al 31 de enero
Texto completo al 31 de enero
La
cuarta hipótesis
Primera entrega
22 de enero.
No tengo dudas: la Humanidad
es un accidente del planeta que hemos denominado Tierra que, su vez, es un
accidente de lo que hemos denominado Galaxia o universo o lo que sea que sea
esto que supuestamente existe. Pienso en el suceso del Fiscal y me detengo en
los hombres en esta… Humanidad
y no encuentro un camino mejor que remitirme a Milan Kundera: “El gesto brutal
del pintor: sobre Francis Bacon”. En este breve ensayo que, me animo a decir,
trata sobre la belleza y la “brutalidad” del
Yo, Kundera (a quien tuve la particular suerte de conocer en Francia
—¿un accidente más, aun habiendo sido
buscado?—) utiliza términos, traducción de por medio, como “…la mano violadora
del pintor se apodera con un gesto brutal
de la cara de sus modelos, para encontrar, en algún lugar en profundidad, su yo sepultado”. Sintetizando a Kundera
(perdonen este crimen), podría decir que asocia la obra de Bacon, en particular
sus trípticos, a esa brutalidad del yo.
Casualmente…
estaba repasando, releyendo ese texto, cuando ocurrió lo del Fiscal: no tuve
otra opción más pura que pensar nuevamente en los accidentes. Con un poco de sarcasmo e ignorante de lo que luego me
sucedería, me dije: “si la humanidad es un accidente de alguna historia, yo soy
el prototipo; me reí internamente. ¿Y qué opinión surgió en mí al escuchar las
diferentes versiones?: ninguna. Absolutamente ninguna. Ni siquiera una idea
coherente surgía en mi mente. Pero… pasaron algunos días, exactamente el 22 de
enero, y se acercó a mí ese Hombre que
aseguró tenía la “orden” de transmitirme la verdad sobre lo sucedido: lo
primero que me dijo fue que tenían (“tenemos”, me dijo, en un indescifrable
plural) “pruebas contundentes” de lo que me contaría. Pero eso sucedió después.
Antes, como dije, no podía configurarme una idea levemente cercana a lo
acontecido. Así, surgió en mí una desazón indescriptible que me llevó a pensar que
no había sido suicidio, que no había homicidio, que lo de “suicidio inducido”
era una pavada de los medios y decidí olvidarme del tema, y de esas
especulaciones mías, porque si no era nada de eso, qué era. ¿Un accidente?:
¡absurdo e imposible!; los medios ya habían dado a conocer sus reiteradas
visitas a polígonos oficiales. Sin
embargo los otros “no”: no suicidio, no homicidio, lamentablemente para mí,
fueron confirmados por el Informante, quien me contó con detalles lo ocurrido,
algo verdaderamente sombrío, propio de un relato literario negro. Insisto: en los primeros días de confusión,
de mi parte y creo que de medio planeta (excluyo la otra mitad, pues pertenecen
a algún servicio de inteligencia), la desazón se apoderó de mí y la mejor salida
que encontré fue recordar que acababa de regresar de Córdoba de unas
apaciguadas, aunque breves, vacaciones. Estuve alojado en el Apart Hotel Candy
y a quien sea que lea esta confesión le recomiendo que no deje de visitarlo. Se
encuentra en Villa General Belgrano, que los cordobeses denominan, como lo
hacen con todos los destinos turísticos de esa provincia, “un lugar encantado”,
o “encantador” o “maravilloso” que, por supuesto, no lo es. Pero sí puedo
afirmar que alguno de esos lugares
comunes que usan ellos, producto de una vieja comprensión de la importancia
del turismo en las economías provinciales, son ciertos: Me refiero a
expresiones como “un lugar para el relax”, para “mitigar el estrés”…
Disculpen
debo abandonar urgentemente la página (tuve una nueva “interrupción”. Es tarde,
son más de las cuatro de la mañana del día 23 y me está ocurriendo lo que
sucedió más temprano cuando, antes de tomar la decisión de hacer público este documento,
estaba repasando información en internet sobre lo del Fiscal e
inexplicablemente, luego de unas horas de “investigación”, abría una página de
Nación o de Página 12 y en lugar de encontrar la nota esperada me sorprendía
con la presencia de una propuesta de chat con, seguramente, alguna prostituta.
O, al intentar abrir esos sitios me aparecía una recomendación de no hacerlo
pues no era seguro y “corría riesgo” mi equipo. Lo mismo me acaba de suceder en
tres oportunidades. De esto tampoco tengo dudas: mi IP ha sido identificada, mi
pc ha sido jaqueada. Mañana continúo desde otro… lugar.
La cuarta hipótesis
Segunda entrega
23 de enero
Ante todo debo pedir
disculpas por la “ligereza” del texto que subí anoche. Luego de la ardua
“lucha” contra las “interrupciones”, me fui a dormir. Todavía hacía mucho
calor, encendí el televisor para saber la temperatura: 31 grados indicaba la
parte inferior derecha de la pantalla. Pensé que entre la temperatura, mi
confesión pública, la imagen mental nítida e intermitente del Informante, las interrupciones,
etcétera, no podría conciliar el sueño. No fue así: intencionalmente comencé a
repasar imágenes que me resultaran agradables y, así, volví a Córdoba. Recordé la grata temperatura del agua de la pileta
climatizada, me vi sumergido en ella hasta el cuello y haciendo breves nados de
una punta a otra de la pileta de unos veinte metros de largo. Vi las pérgolas
con esa enredadera verde que deja asomar, tupidamente, una flor relativamente
cónica que mezcla los colores rosa, naranja (predominante), rojizos y
seguramente otros que mi escasa cultura visual, en cuanto a colores se refiere,
no me permitió ver. Según uno de los empleados de mantenimiento, es conocida,
esa enredadera, como “clarinete”; y en efecto para describirla es mucho más
oportuno decir que tiene la forma de ese instrumento musical y no, como dije
antes, cónica. Caminaba por el pequeño centro de Villa General Belgrano. Vi los
pintorescos (otro cordobesismo)
restaurantes alemanes (¿qué alemanes?). Caminaba por calle Ojo de Agua y a
medida que me alejaba del núcleo del pequeño centro comercial, las luces
disminuían; ingresaba a la zona residencial; ya habían quedado tras de mí los
comercios las luces, los autos estacionados y en movimiento, la música de
algunos restaurantes, las farolas de las veredas, la luz artificial intensa, el
ruidoso show frente a la iglesia; así, las veredas y las casas se apagaban,
todo se oscurecía; al fin: vi la noche; no pude saber más nada hasta pasadas
las ocho de la mañana, cuando desperté, recordé lo que había escrito en la
madrugada y mis ojos se transformaron en dos estrellas luminosas incapaces de
parpadear. Ante la urgencia de la publicación, cuatro horas de descanso fueron
más que suficiente para poder retomar el trabajo que me había propuesto. Es
cierto: sentía algo de miedo y, mientras desayunaba, vacilaba y me preguntaba
si debía seguir, pero el miedo no es una cualidad que me caracterice. Pensé:
“por qué no se hacía cargo el Informante
de hacer público semejante análisis, ese atroz relato de él, y recordé sus
primeras palabras, que fueron una afirmación imperativa: “usted que es escritor
y periodista, tengo información que me han dado. Información segura, que
proviene de lo más alto”. Reiteró: usted es escritor, es periodista. Sabrá cómo
comunicar esta verdad”.
Apabulle acacias.
El Hombre se había acercado a mí, amablemente, con un cordial “buenas
tardes”. Yo acababa de salir de mi departamento y me dirigía a las cocheras de
alquiler, distantes a cuatro cuadras y media. Era lo más cercano que había
podido conseguir desde que había alquilado sobre Houssay. Era indudable que
conocía mis movimientos; ya había quedado más que claro que sabía bastante de
mí en cuanto a mis actividades… En fin como dice mi lejano amigo (graciosamente,
las veces que nos hemos encontrado, dos veces en Francia, específicamente en
París y una en Madrid, lo llamo Mil o Milé o Mei), los comportamientos, de las
personas, son “estadísticamente calculables, sus opiniones manipulables, y que,
así las cosas, el Hombre es menos un individuo (un sujeto) que un elemento de
una masa.” (Nada nuevo, pero…, lo dice Milan, en el 2009)
La decisión, esa que
menciona en el whatapp que envía a su grupo,
en realidad ya la había tomado antes de su viaje a Holanda. Lo de Holanda era
algo que tenía pendiente con su hija, por eso viaja; además quería dejarle una
buena impresión, un lindo recuerdo, por si las cosas no salían como las había
pensado en Buenos Aires. Sin embargo, en Ámsterdam, un moreno, que no sabe
quién es el Fiscal (en realidad fuera de los altos ámbitos judiciales y políticos,
nadie lo conoce. Para los argentinos en general, el Fiscal es un desconocido,
nadie ha escuchado ese apellido, nadie sabe que existe una Fiscalía creada
especialmente para dilucidar el atentado contra la A.M.I.A.) tiene la orden de
entregarle un teléfono celular que, luego de recibido el primero y único mensaje deberá
destruir parte por parte y arrojarlo en forma diseminada en lugares como
contenedores o cursos de agua. Y así sucede. El mensaje lo recibe unos minutos
después de que el moreno le dejara el teléfono. Su contenido es claro: en
Argentina se está preparando su destitución o pedido de renuncia o alejamiento,
debido a que lleva más de diez años al frente de la causa y no ha logrado
absolutamente nada. Servicios de por medio, muchos saben el contenido de la
imputación que está preparando. Claro que no es todo esto lo que dice el
mensaje, pues éste se limita a unas pocas palabras, tal vez estas: “quieren
desplazarlo de la ‘causa”. Debe seguir hasta las últimas consecuencias”. Al
igual que nosotros, ellos conocen el escrito”. Y luego el número de una cuenta
bancaria, un monto en dólares, el nombre de un banco fantasma y su ubicación en
un paraíso fiscal. Además: una clave; los nombres de los titulares de la cuenta
que son él y su ex esposa, “indistintamente”; unas palabras que esconden el
motivo real de la alta suma de dinero depositada allí: “le servirá para la
investigación”. El Fiscal también advierte que si es destituido y alguna
iniciativa judicial atenta contra sus bienes tiene un respaldo que asegurará su
futuro y el de su familia. Piensa que puede tratarse de una trampa, pero más
cree que se trata de sus amigos de la Embajada, cuya relación fue revelada
por Wikileaks. Como dice Kollmann: “En la colección de cables de la embajada
norteamericana en Buenos Aires, dados a conocer por Wikileaks, hay decenas de
informes de visitas de Nisman a la delegación diplomática donde discutía la
orientación de la causa, pedía disculpas por no avisar de tal o cual medida que
tomó y les enviaba textos que recién después presentaría a la Justicia”.
Pero
el Fiscal no piensa que esté trabajando para otro que no sea para él y para la
investigación. No cree, no se ve, arrodillado frente a la Embajada, sino de
pie, frente a frente, como dos poderes que se “quieren”, que se necesitan
mutuamente. Su personalidad es firme, sólida, hozada: se siente bien con él
mismo, su ánimo está en elevación, su habitual seguridad cobra una dimensión
sobrehumana; su ansiedad no le permite dormir la cantidad de horas que dormía.
Las noches en Ámsterdam y en los días posteriores, se le hacen interminables.
Hasta se le hace difícil disfrutar el paseo con su hija; incluso ella le hace
un reclamo en ese sentido: “lo vi preocupado, como si estuviera alejado de lo
que estábamos viviendo”, testificará en algún momento. El Fiscal no se da cuenta
que dormir poco puede alterarle el juicio, pero no se preocupa por el sueño, le
sobran energías y ansias de grandeza; pero lo cierto es que está altamente
estresado y la serotonina comienza a escasear en su cerebro, mientras que la
noradrenalina asume un rol lindante y similar a la anfetamina. Está obsesionado
y un poco paranoico; no disfrutar de nada, ni siquiera de la compañía de su
hija; pero no se da cuenta. En todos los lugares donde está presiente que lo
siguen, que lo observan… Entonces: toma una decisión. Debe ganarles de mano. No
puede permitir que sea desplazado de la causa sin pena ni gloria; o, en todo
caso, con pena, pues sabe que lleva más de diez años sin haber aportado
absolutamente nada para su esclarecimiento. Ha decidido, entonces, imputar a
las más altas autoridades por encubrimiento. Sabe que no tiene nada para imputar a nadie. Sabe lo que es una falacia,
pero no ha estudiado ni conoce ningún tipo de clasificación, sin embargo,
aunque exactamente no lo sepa recurre a una de ellas: argumento ad consequentiam o argumentum ad
consequentiam (en latín, según Wikipedia, "dirigido
a las consecuencias"). Se trata de una falacia que pretende sostener un
argumento en función de las consecuencias que generó o que puede generar.
Y las consecuencias que
imagina se cumplen: primero, alto impacto mediático: el asunto se transforma en
agenda temática que, todo parece indicar, no será una cuestión pasajera; segundo,
credibilidad de su denuncia, con ayuda de ese impacto. Ratifica una de sus
hipótesis ocultas: la verdad y la veracidad es una construcción discursiva que,
en Argentina, está a cargo de los medios masivos de comunicación.
Así, su sobre-humanidad crece, da un nuevo salto: es hora de ejecutar el
segundo paso, es hora del gesto brutal:
debe darse un tiro, pero no tiene que suicidarse.
—¿Usted piensa que un
fiscal, que puede tener y hasta portar el arma que quiera, por ejemplo una 9
milímetros, va a pedir prestada una pistola 22 para defenderse?
El Hombre caminaba a mi lado y hablaba con soltura, con voz grave,
como quien no tiene preocupación alguna y va, junto a un amigo, a jugar una
partida de golf, pero luego de la pregunta retórica, me tocó el brazo
indicándome que me detuviera. Nos pusimos frente a frente:
—Imagine —me dijo— que usted
cree que pueden atentar contra su vida, usted es fiscal, ¿sí?, puede tener (de
hecho tiene) y hasta portar, armas como la que le mencioné. Cree que pueden
matarlo. Estando en semejante situación de tensión y temor a perder la vida,
pero valentía para defenderse. Una valentía acorde a su personalidad. Es fiscal
de una de las causas más complejas y complicadas de la historia de la justicia
argentina: ¿Usted piensa que usted, yo, mucho más el Fiscal, pensaría que quien
o quienes vienen a matarnos, va a venir con un cuchillito de plástico? Si usted
cree que el potencial asesino proviene de lo más alto de algún poder, sea el
que fuera, va a llegar a su departamento con alto poder de fuego, terminología
y situación que conocemos, ¿no?, ¿va a pedir prestada una Bersa Thunder 22? ¿No
le parece absurdo?
Dijo estas palabras y me
indicó, con una sonrisa y un gesto de cabeza, que siguiéramos caminado.
Como le sucede al personaje
narrador de Borges en Rosendo Juárez,
deduzco ahora, que “algo de autoritario” debe haber tenido el Hombre, porque yo hacía caso a sus
señas; respetaba, sepulcralmente, sus pausas; no le rebatía nada ni lo
interrogaba: había logrado anularme todas las facultades intelectuales, excepto
la de escuchar y guardar en la memoria. Hasta en la forma de caminar me sometía seguía su ritmo, que era de pasos largos,
pero lentos y seguros; aunque me daba la impresión de que era una forma estudiada de caminar, percibía algo
teatral en ese y otros comportamientos.
Como me dijo, el mismo
razonamiento referido a la supuesta necesidad de contar con un instrumento de
autodefensa, era aplicable al suicidio:
—Ahora imagine una situación
similar para la hipótesis del suicidio, todo sigue igual: usted es fiscal
interviniente en un caso de máxima importancia. Por el motivo que sea decide
matarse, ¿elige un arma calibre 22, teniendo a disposición otras de calibre
grueso? Y aun suponiendo que esa 22 es el arma que tiene más a mano, ¿decidiría
dispararse en la sien y no a través del paladar superior para que el pequeño
proyectil atraviese sin dificultad los obstáculos óseos y llegue al centro del
cerebro haciéndolo estallar?
Yo seguía atentamente y de
manera concentrada las palabras del Hombre,
pero ya habíamos llegado a las cocheras de alquiler donde me esperaba mi auto.
Por eso, y con el fin de no cambiar nada, para que el extraño concluyera de una
vez con su promesa de contarme la verdad y entregarme las supuestas pruebas, al
llegar a la vereda de las cocheras seguí
caminando como si nada. Apenas habíamos dados unos pasos al frente de la
propiedad siguiente se detuvo. Miró hacia arriba y hacia los costados:
—Nos estamos pasando —me
dijo imprevistamente, mientras giraba sobre sus pies, desandaba unos pasos y me
indicaba que lo siguiera. Ambos nos ubicábamos frente al portón de salida de
las cocheras.
Por otro lado, me aseguró que un arma
de ese calibre sólo deja en las manos,
la ropa, el pelo o cualquier parte del cuerpo “millonésimas de gramo de
residuos” y se tienen que cumplir “determinadas condiciones” para poder
detectarlas. Esto hace posible que el “barrido electrónico” pueda arrojar un
resultado negativo.
—Además tenga en cuenta que el arma
fue hallada debajo del cuerpo del Fiscal, su mano puede haber caído rosando el
piso o alguna pared colaborando en la eliminación de las macropartículas;
agréguele a esto el hecho de que el cuerpo fue encontrado al menos diez horas
después de su muerte, que no es sinónimo de diez
horas después del disparo. Pero lo más importante y que impide que el
rastreo electrónico sea positivo es por lo que hace el Fiscal, que conoce de
esto y sabe muy bien cómo lograr ese resultado. Ahora lo dejo, ya tiene
bastante para escribir. Usted es escritor de ficciones, de algunas novelas
históricas… —hizo una pausa—. Cómo decírselo, a ver… —otra pausa—, agréguele lo
que quiera. Descríbame a mí como le parezca, haga lo que se le antoje con los…
escenarios, ¿sí?, pero no modifique la esencia de lo que le he revelado. Piense
que usted es un… elegido, por su objetividad y por su forma rigurosa de
escribir novelas históricas, notas periodísticas y guiones para cine y
documentales. Es un elegido y un privilegiado, no sea ingrato con la realidad
por más que le cueste creerla, por más… —parecía, por primera vez, que hacía un
esfuerzo para encontrar las palabras precisas— exótica que le resulte. Luego le
contaré el resto.
Comenzaba a alejarse y yo balbuceé
otro monosílabo. “Pero”, alcancé a decir cuando comenzaba a alejarse y el Hombre
giró a medias su cuerpo, levantó su brazo y con el dedo índice de la mano
señalándome me dijo, simplemente, “yo lo ubico, quédese tranquilo, va a saber
la historia completa.”
La cuarta hipótesis
Tercera entrega
24 de enero
No saqué el auto, no fui a ningún
lado, volví a mi departamento y me puse a escribir. El dilema más fuerte que se
me presentaba era decidir a qué medio de comunicación le enviaría la
“revelación”. Como periodista independiente, podía elegir entre dos o tres
opciones. A las ocho ya me encontraba frente a mi máquina, nuevamente, con el
fin de continuar escribiendo algo más que un relato. A las nueve,
aproximadamente, el texto escrito se encontraba exactamente igual que a las
ocho, pero había encontrado una forma interesante de publicar la cuarta
hipótesis; fundamentalmente una manera que hiciera posible la publicación,
pues, a esa altura, tenía la certeza de que ninguno de los tres diarios amigos
publicaría la versión que me había descrito
el Hombre (¿S.I.?). Un poco
antes de las diez de la mañana el texto ya tenía la forma que decidí: ficción
literaria, y que, conjeturé, sería publicable; ya se había desplazado en Word
unas tres páginas. Pasadas las once (cinco páginas) sentí que descendía mi
rendimiento. Dormir poco, o mucho menos de lo habitual, hacía estragos en mi
capacidad, bastante lenta, para escribir. Decidí, primero, tomarme un café bien
cargado. Lo hice, pero cuando la cafetera largó su pitillo de aviso de fin de
su tarea yo ya había decidido recostarme un rato y lo escuché desde la cama.
Sólo me había sacado los zapatos y estaba boca arriba con las piernas cruzadas
y las manos debajo de la nuca. Me iba quedando dormido, el caos de imágenes
comenzaba a adueñarse de mi consciente cuando me di cuenta que en definitiva el
Hombre no me había dicho nada relevante:
sólo había esbozado una posibilidad. Surgió en mí la nítida necesidad de
denunciar al Hombre, a través de uno
de los diarios. Es decir, hacer exactamente lo contrario a lo que había
decidido: publicar con la mayor exactitud posible lo que me había ocurrido,
pero a modo de denuncia relacionada con el accionar de los Servicios de
Inteligencia. Tenía en claro que mi blog (Estadística Google: promedio de cinco
mil visitas diarias, aproximadamente), ya estaba escrito con la primera
versión, pero sólo se trataba de editar la entrada. O subir otro texto que
explicara todo, incluyendo el error, el apresuramiento, de haber publicado el
texto de la entrada anterior; “no lo maduré lo suficiente”, diría como excusa;
o: “fui víctima de un engaño, pido disculpas”…
Antes de las doce me levanté, tomé el
café que había preparado, en una taza grande; “necesito estar bien despierto”,
me dije. A las doce en punto sonó el portero de mi departamento. Atendí y
escuché la particular voz:
—Soy yo. ¿Continuamos?
—Claro, por supuesto, estoy ansioso;
creí que no volvería a verlo, ¿quiere subir o prefiere caminar? También
podríamos ir a almorzar… —me interrumpió.
—Prefiero subir, ábrame la puerta,
ahora, por favor.
Le hice caso. Apenas estuvo arriba
volvió a pedirme disculpas, me dijo que estaba acostumbrado a este tipo de
tareas y que obraba así, “apurando la situación”, para evitar dar tiempo a que
alguien, en este caso yo, active alguna cámara o un micrófono. Volvió a pedirme
disculpas:
—Disculpe, pero el protocolo indica
que debo hacer esto.
Estaba vestido con la misma bermuda,
de color verde oscuro, del día anterior. Los mismos zapatos tipo mocasín,
gamuzados, de color claro. Sólo había cambiado su remera; ahora tenía puesta
una de color negra, al igual que la del día anterior era ancha y bastante
larga. No tenía dudas que debajo de ella podría tener un arma sin que nadie lo
notara. Dijo lo del protocolo y de inmediato sacó de una riñonera un aparato.
Hizo un pip cuando lo encendió. Comenzó a recorrer todo el ambiente (Mi cocina
comedor y living; integrados amplios y cómodos).
—Es el protocolo —volvió a repetir—.
Debo asegurarme de que no haya micrófonos ni cámaras —dijo, mientras caminaba y
apuntaba el aparatito hacia diferentes lugares y simultáneamente accionaba una
especie de perilla—. Todo está bien. Se está portando acorde a lo esperado. Nos
gustó el relato que hizo en su blog; hasta hace una hora ya llevaba más de ocho
mil visitas.
¡Ni a mí se me había ocurrido revisar
la estadística! ¡Tenía muy en claro que, supuestamente, únicamente yo podía
acceder a esa información! Me sentí invadido; sí: invadido, más que vigilado,
perseguido, o acosado por esa paranoia que relatan constantemente muchos
periodistas y algunos políticos. Se me cruzaron por la cabeza mil cosas para
decirle e incluso la idea de echarlo. Lo pensé unos segundos y finalmente
pregunté:
— ¿Prefiere que nos ubiquemos en los
sillones o en la mesa?
—En los sillones. Debe estar cansado.
Anoche se acostó a las cuatro de la madrugada y se levantó a las pocas horas
—dijo eso, mientras volvían a sucederse en mi mente ideas de “invasión”, en
este caso a mi intimidad. Recordé el instante en el que el aparatito comenzó a
lanzar unos pic cortos y seguidos. Saqué una conclusión: efectivamente había
alguna cámara, pero no la había instalado yo, sino, ellos. Aunque también era probable que una observación simple,
desde el exterior del edificio, del apagado y encendido de luces, les arrojaría
una evidencia de mis comportamientos inequívoca. Otra opción que pensé después
fue que habrían estado observándome desde el edificio de enfrente: a través de
las cortinas mi sombra, de las luces interiores o del sol de las primeras horas
(mi departamento da hacia el Este) les habría indicado todos mis movimientos,
incluso cuando preparé el café o fui al baño.
La sensación que sentí fue de una intimidación
amable: como si ellos me quisieran decir “si queremos podemos saber todo de
vos”, o, directamente: “conocemos todos tus movimientos y hasta lo que
escribís, incluidas las palabras que borrás; incluso lo que pensás”.
—El Fiscal ya había modelado su
investigación, transformándola en una falacia. Nada le costaba seguir
manipulando hechos a favor de su hipótesis que, usted sabe, era insostenible.
No duraba en pie ni un mes (que políticamente es mucho). Los principales
juristas del país, además del oficialismo con toda su batería… —Quedó callado
por unos instantes. En este caso, me dio la impresión que no estaba buscando ni
la palabra ni la expresión precisa y ajustada a la situación. Mi impresión fue que
se había ido, que algo le trajo a la
memoria algún suceso que le resultaba traumático…, tal vez un homicidio; quizá
venía de asesinar a… un fiscal. Pensé esto y una risa interna recorrió mi
cuerpo. Él continuó:
—… Usted sabe a qué me refiero. En
esto puedo fallar: no soy político y no me gusta la política, y mucho menos
meterme.
Ante semejante aberración hasta se me
pasó por la cabeza que me estaba tomando
el pelo o, tal vez, probándome. Por eso me animé a hablar:
—Con
toda la información política que tiene me dice que no le gusta meterse, que no
le gusta la política.
—Exactamente. Este es mi trabajo. Si
lo quiere llamar de alguna manera soy… un… investigador. Nada más que eso, un
investigador, un curioso más; este es mi trabajo y todos los meses tengo
depositado mi sueldo y los eventuales gastos operativos que haya tenido… Algo
más: no se esfuerce en creerlo, le costará
mucho y le producirá cierta… angustia diría yo. Simplemente, créalo.
—¿Un curioso?
—Sí. Es la mejor manera de
calificarme. Incluso lo de investigador suena a detective… ¿un Sherlock Holmes? Ahora que lo pienso, también suena a
espía…Sí, por qué no, también suena a espía. ¿Un cero cero siete? No, de
ninguna manera. Qué… curioso, de
chico me gustaba el Agente 086.
—A mí me suena a Secretaría de
inteligencia, o, popularmente, SIDE.
—SIDE. Sí, sí, SIDE, algo sé. Me suena
bastante. —Las expresiones del Hombre:
su cara, su modo de reacomodarse en el sillón, sus piernas cruzadas…, habían
tomado un aire burlesco.
En ese instante me di cuenta que había
destinado demasiado tiempo en la redacción del texto que había subido a mi blog
y que no había pensado ni un minuto la estrategia de abordaje al Hombre. Intenté hacer tiempo, para
pensar, con la conocida táctica periodística de reportaje, es decir, hacer
preguntas irrelevantes para ablandar
al entrevistado y de a poco ir a lo que se pretende obtener.
—¿Cómo se llama? —le pregunté,
mientras me ponía de pie—. No pretendo que me diga su nombre verdadero ni el de… Inteligencia, sólo para tener un modo
de llamarlo.
—Sí, está bien, prefiero eso antes que
esa denominación…, Hombre, con la que
me describió en su escrito. Además ya la utilizó en otro texto…; creo que el
título de ese escrito era… —hizo como si estuviera pensando; a mí me pareció
una hipocresía o, al menos, un artificio más—, Asesinaron a…, la verdad que no
recuerdo el apellido del —hizo una pausa y sonrió—.
—Vessica… —me interrumpió.
—Exacto. Sí. Vessica. Un buen
policial. Creo que también está basado en hechos reales, ¿no?
—Sí, aunque algunos desconfíen, como
seguramente será este caso, está basado en sucesos que, lamentablemente,
ocurrieron. —Me senté nuevamente en la punta del sillón de estructura de
algarrobo y almohadones de tela color beige—. ¡No me ha dicho suuu… nombre! —Dije en forma espontánea y con
un tono ligeramente jocoso, pues me di cuenta que si quería sacarle más información de la que tenía
ordenada darme, debía cambiar mi actitud; debía ocultar, principalmente, mi
desconfianza.
—Daniel —dijo a secas.
—Bien, ¡bien! —jocosamente—, ya tengo
una forma de llamarlo. Además es el nombre de mi mejor amigo de la adolescencia
—mentí, para romper el hielo y tomar la punta en la charla. “Debo proceder como
si fuera un entrevistado más”, me dije.
—Ah, creía que su mejor amigo de la
infancia se llamaba… —extrajo una libretita, de no más de diez por cinco centímetros—,
creo que Alfredo —hojeaba la libretita—. Sí. Alfredo Méndez.
—Sí, claro, fue otro de mis mejores
amigos.
—Reviso la lista —dijo, mientras leía
y daba vuelta una página—. No lo encuentro, pero la verdad es que la letra es
tan pequeña que necesito esto —rió y extrajo del mismo bolsillo un par de
anteojos. Se los colocó, volvió a repasar la lista y finalmente concluyó—: No.
Ningún Daniel, pero puede ser un error. Tal vez un error tipográfico de la
documentación que recibí por internet. A lo mejor la chica que escribía tipió
mal, en vez de oprimir las le tras a, ele, efe, ere, e, de, o; es decir,
Al-fre-do, sus dedos se torcieron o se encapricharon en tipiar: de, a, ene, i,
e, ele; es decir Da-niel.
—Se deben haber equivocado —dije con
un tonito algo estúpido.
Daniel
(o como sea que se llame), descruzó sus piernas, acercó sus glúteos a la punta del
sillón, acercó su cara hacia mí y prosiguió con su intimidación:
—Nosotros no nos equivocamos.
No estaba dispuesto a dejarme
intimidar (diría maltratar) a cambio de una información que, al final de
cuentas, siempre sería dudosa, excepto si verdaderamente me daba algún tipo de
prueba relativamente confiable, como un correo electrónico, una grabación, un
mensaje de texto, un whatsapp, o cualquier cosa similar o no. Por eso hice lo
mismo que él: desplacé mi cuerpo hacia la punta del sillón, acerqué mi cara a
la de él y le dije:
—Ah, claro, ahora entiendo. Usted no
pertenece a la Secretaría de Información o, si quiere a la Secretaría de
Información del Estado. Claro, ahora estoy seguro: usted es de la SIP.
Daniel lo pensó por unos instantes y
cayó en mi infantil trampa:
—¿SIP? —preguntó—. ¿Qué es eso?
—Secretaría de Informes Perfectos.
Primero rió, luego, con absoluta
seriedad, me dijo:
—Esto no es un juego, ¿qué le pasa? Lo
eligen para publicar la verdad sobre el caso del Fiscal y usted se lo toma en
joda; pero por la puta madre, me dijeron que usted era una persona seria y
confiable y que protegía sus fuentes de información, ¡qué carajo che!
La forma en que dijo eso, el tono
militar, me hicieron pensar que no había hecho mal en decirle lo que le dije.
Al contrario, había logrado alterarlo y descubrir que no se trataba de un
civil. Su tono y sus palabras me habían dado la certeza de que se trataba de un
policía de investigaciones o, lo que me pareció más probable, un reclutado, por
la Secretaría, de alguna de las tres fuerzas armadas.
—Y deje de hablar de “Secretaría”, tradúzcalo
como corresponde, la “S”, usted lo sabe muy bien, debe ser interpretada como
“Servicios” y la “I” como “Inteligencia”.
Dijo eso y volvió a acomodarse en el
sillón en medio de un suspiro que, me pareció, una vez más, una sobreactuación
teatral. En ese instante me pregunté si verdaderamente había logrado sacarlo de
sí o si sólo se trataba de una interpretación más, de su parte, del guión, que
tenía escrito. Iba a responderle cuando, desde una de sus
piernas comenzó a sonar una canción de Vicentico (creo que Paisaje). Con apuro hurgó en el bolsillo derecho de su bermuda
verde claro. Extrajo el teléfono celular, miró la pantalla, tocó en un sector y
directamente dijo “mi amor”. Luego de unos segundos: “Sí me ha ido bastante
bien”. Otros segundos: “me encargaron fundamentalmente calzados de moda y, vos
sabés, siempre me piden de los económicos”. Otros segundos: “panchitas, ojotas,
sandalias”. Luego: “sí, las zapaterías de siempre”. Unos segundos más
escuchando lo que le decía su amor: “no, no voy a comer, no hago
tiempo”. Inmediatamente después, posiblemente interrumpiendo a su interlocutor
o interlocutora: “ahora no puedo hablar de eso, estoy con un cliente…”. “Sí,
sí, en la noche, mientras cenamos”.
—Le he prometido a mi esposa un viaje a Varadero, ya estuvimos allí hace
unos años... —Lo interrumpí; una furia interior me recorría.
—No puedo creerlo. ¡Ni su esposa
sabe a qué se dedica! ¡Le miente descaradamente! —tomé aire para tratar de tranquilizarme—. Le
dice que es vendedor de zapatos. Usted es un… —Me cortó con un shif acompañado
de un dedo cruzado en la boca, cuando
estaba a punto de decirle psicópata, o algo similar. Se apresuró a decir:
Absténgase de los calificativos
—dijo con tono severo. Luego suspiró y más calmadamente agregó—: Vamos a
trabajar juntos un buen tiempo. Todo el tiempo que demande mi misión, ¿sí? No
me agradaría hacerlo en medio de un clima de hostilidad.
—Pero ni su esposa sabe cuál es su trabajo.
—Analice la situación o, mejor dicho, mis palabras: primero yo recibí una
llamada de alguien a quien le respondí de inmediato diciéndole “mi amor”, ¿sí?
Le hablé, a esa persona, de mis las ventas que hice hoy, ¿me sigue?… —Esta vez
lo interrumpí yo.
—¡Las ventas que hizo! No me haga reír, por favor.
—Sí —con tono severo y acercándose nuevamente hacia mí—, las ventas que
hice. Mire —me dijo mientras extraía otra libreta de su bolsillo, bastante más
grande que la otra—. Acá está, mire —la libreta estaba señalizada
alfabéticamente. Abrió en la “J”. Pude ver el nombre de una conocida zapatería,
una lista, una raya divisoria, la fecha de ese día y, luego, cuatro ítems (el
primero tachado con un trazo horizontal y recto, como si hubiera utilizado una
regla), señalados con gruesos puntos hechos con birome negra, y a continuación
de cada punto el nombre de diferentes tipos de calzados y, al costado, un
número que indicaba la cantidad solicitada. Luego abrió en la “H” y pude ver
algo similar a lo de la jota (lo único que cambiaba era que había tres o cuatro
ítems más).
—Bien, bien…—Otra interrupción.
—Le decía que usted escuchó lo que escuchó. Luego corté y le comenté lo del
viaje que tenemos pensado con mi esposa. ¿Quién le dijo que hablé con mi
esposa? Recibí una llamada y luego le hice ese comentario, ¿por qué ambas cosas
deberían estar relacionadas? Usted reaccionó con una lógica común, esa que impone la cultura, y: ¡No estoy haciendo otra
cosa que repetir palabras suyas! Algo así escribió en El malestar en la cultura, según Freud. Debe acostumbrarse a
razonar con la lógica paralela, esa
que menciona en ese corto, ¿ensayo? —Me
miró fijo; movió hacia arriba y hacia abajo tres veces la cabeza pidiéndome
respuesta.
—Una… amante —le dije y sonreí, porque el asunto del que hablábamos no
tenía ninguna relación con lo que me interesaba. En última instancia, nada de
su vida privada me importaba. Sin embargo, él siguió con el tema:
—Ahora dígame: ¿Quién le dijo que hablaba con una mujer? Nuevamente cae en
la lógica común, esa que tanto
maltrata en ese texto.
—Me alegra mucho de que haya leído mi libro sobre…
—No lo he leído. Recibí una síntesis, una interpretación global y el perfil
ideológico del autor. ¡Y no se le ocurra pensar que soy homosexual! —Esgrimía su dedo índice—. Y le digo algo que
jamás confieso a mis objetivos: ¡Usted está hablando con un oficial de alto
rango! —tomó aire, bajó el dedo y se reacomodó en el sillón, cruzando sus
piernas y mostrando un relajamiento repentino, como si estuviera en un placentero
y extenso parque, sentado en una reposera y disfrutando de una bebida fresca.
Con voz serena, el rostro distendido y con signos de cansancio, aunque
esgrimiendo nuevamente su índice derecho, ahora de forma casi paternal, volvió
a decirme—: usted es un elegido. Que me hayan designado a mí para esta misión
debe enorgullecerlo.
—¡Café? —Le ofrecí de muy buena manera, como diciéndole “entendí, hablaste
con tu jefe, compañero de equipo o similar”…, quizá.
—Sí. Gracias. —Con tono cansino y como diciéndome “me estás sacando canas
verdes”.
—Me iba a decir psicópata, ¿verdad? Me refiero a lo de mi esposa y la
llamada; sea sincero. Me gusta inferir las palabras o las ideas que la gente
piensa y no dice. Considero que estoy muy bien entrenado para eso. Es sólo
curiosidad. Tal vez algo de… ¿hedonismo se dice?, creo que sí. Le decía que es
sólo para corroborar qué tan intacta está mi capacidad de inferencia; sea
sincero: psicópata, ¿verdad?
—Cómo logró inferirlo, qué entrenamiento tiene para saber… —Me interrumpió,
cosa que ya parecía ser habitual en nuestro diálogo y que a mí me permitió
comprender que no había logrado revertir o achicar la distancia en la relación
de poder entre ambos: seguía llevándome al terreno que él quisiera.
—Las estadísticas, es simple, no lo piense mucho, es una simple cuestión
estadística.
—¿Estadística?
—Sí. Estadística. Creo que en su blog escribió algo… Me parece que va a
tener que actualizarse. Un nuevo viaje a Moscú no le vendría mal; claro, lo sé:
sus amigos… ya no están, pero Putin, tal vez lo conoció hace… unas décadas,
creo. Pero ni siquiera eso hace falta: observe los comportamientos de alguien, por
ejemplo de alguno de sus vecinos, por una semana, aunque en la mayoría de los
casos basta con un día. Observe lo que hacen mañana y sabrá qué harán pasado
mañana.
—Así que “estadística”… —nueva interrupción.
—Estoy apurado, se lo sintetizo: “psicópata” es el insulto “culto”, de la
clase media y el que más se está utilizando en las novelas y en ciertos ámbitos
periodísticos. Sin remitirme demasiado lejos escuché hace unos días a una
periodista de Mitre, me refiero a la radio. Con mucha soltura largó al aire que
los argentinos elegimos o votamos a
psicópatas. Que a Messi, ¡qué maravilla!, ¿no? Dijo que a Messi lo tildamos de
pecho frío porque no es un psicópata. ¿Me entiende? ¿Qué conclusión saca de
eso?
—Que nos dijo psicópatas a todos.
—Fíjese en los programas de chimentos. Lo que se dicen esas mujeres es…, me
repugna. Pero no se les escapa decir esa palabra para ofenderse mutuamente.
Estadística, mi estimado, simple y pura estadística.
—¿Las hace usted o una comisión? —le pregunté sonriendo, con tono irónico y
retórico al mismo tiempo. Él también sonrió.
Luego de unos pocos —dos o tres— minutos, en los que seguramente ambos
intentábamos relajarnos, arremetí. Lo hice con buen ánimo, con actitud positiva
y con una sonrisa, como si estuviera frente a un entrevistador que tiene el fin de seleccionar personal
jerárquico para una importante compañía: serenidad y alegría, conocimientos y
tranquilidad, relajamiento y seguridad, empatía y observancia, trato ameno y
respeto, sonrisa y seriedad…
—Si le parece bien, continuamos con lo del Fiscal, pero antes quiero
agradecerle —sonrisa— que esté aquí. Comprendo que sus ocupaciones deben ser
muchas; por eso, no tengo dudas de lo que me dijo: que usted esté aquí es un
orgullo para mí.
—Deje de adularme. Si algo no soporto es a los aduladores. Además no es una
característica de su personalidad. Está actuando. De todas maneras estoy
dispuesto a avanzar. Tenga en claro que cada vez que lo visite tendré un
paquete limitado de información. Vamos analizando las cosas teniendo en cuenta
el rumbo que toman los medios de comunicación. Pero tengo algo para dejarle: le
dije que no fue homicidio, tampoco suicidio y mucho menos ese invento de los
medios: inducción, dicen algunos; instigación, dicen otros; y yo le dije que es
una estupidez inventada por sujetos sádicos y morbosos. Usted lo sabe bien:
pululan en los medios de comunicación, especialmente en la televisión y en la
radio. Tengo una ficha de los principales: si se las mostrara se daría cuenta
que esas fichitas no dicen nada que no pueda saber usted o su vecino. Pero en
su caso, que es un escritor y periodista honesto y…, según me informaron, le
causaría gracia. Si fuera dibujante podría reemplazar con una caricatura el
texto de cada una de las fichitas. Pero como es escritor, entiendo que esa
categoría, en su caso, encierra la redacción de guiones para cine y teatro…;
seguramente escribiría una comedia. Por eso le hablo lo de las fichas; le
aclaro: no es un trabajo que me hayan encomendado; de eso se ocupa otra
comisión; yo lo hago por hobie. Estimo que en algún momento se las mostraré, o
quizás se las regale. Ya sabe lo que son… Sólo pueden servir para una ficción.
Pero usted no quiere hablar de esto. Debe estar ansioso por escuchar algo más
del Fiscal. Todos saben que estuvo en Holanda, y también en Madrid.
Reconstruimos sus pasos. Su hija nos ayudó bastante..., indirectamente. Es
clave lo que hizo mientras estaba en el aeropuerto Barajas. La inmensidad de la
estructura metálica ya comenzaba a quedarle chica. Sintió la necesidad de usar
una computadora que no fuera la de él. Todos sabemos que llevaba su notebook,
entonces. ¿por qué usar otra? Pudimos dar,
fácilmente, más de lo que el Fiscal podría haber imaginado, con la computadora
que utilizó. Revisamos el disco duro, buscando lo que hizo en ese momento y
pedimos información confidencial a Google. El horario de ingreso al local estaba
en las cámaras de seguridad; todo nos fue muy fácil, más de lo previsto. Usted
pensará que buscó jurisprudencia, leyes europeas, antecedentes de juicios a
mandatarios o comunicarse con alguien sin ser detectado por…, quién sabe por
quién. No: sus consultas estuvieron todas relacionadas con el cráneo y el
cerebro. Consultó: espesor del cráneo, anatomía del cerebro, huesos del cráneo; insistentemente buscó el
espesor de los huesos temporales y parietales…, hizo veintisiete búsquedas.
Mientras viajaba, posiblemente tomó la decisión: sería en el parietal, por el
grosor. Además si inclinaba el arma levemente hacia arriba lo más probable es
que el disparo no rosara ninguna parte del cerebro. Creo que con lo que le he
contado ya tiene para inferir lo fundamental. Además falta que hablemos de la
ex esposa del Fiscal, allí hay mucho por decir…, También sabemos lo que
hablaron ese día. Le anticipo una sola cosa: cuando la llamen a declarar va a
mentir—. Me tengo que ir —dijo, mientras consultaba su celular, y se paró intempestivamente, como alguien que
se siente ofendido y le nace la necesidad imperiosa de alejarse del ofensor; o,
quizá, debido al mensaje que leía en el teléfono.
Él se mostraba apurado por salir y yo sentía que me había ofendido en más
de una oportunidad, que me había analizado insistentemente, con esos ojitos
verdes e inquisidores, y que se había entrometido en mi departamento. Por eso,
antes de cerrar la puerta de salida, cuando se había alejado de mí unos pasos y
se acercaba a la puerta del ascensor, le dije:
—Ah, una cosa —se dio vuelta para mirarme, mientras consultaba su reloj de
pulsera—. La palabra que le iba a decir no era “psicópata”.
—¿No?, cual era?
—Cínico, le iba a decir “cínico”—le dije teniendo además una certeza: se
sentiría más motivado aún para regresar.
La cuarta hipótesis
Cuarta entrega
Sonó el celular. Antes de contestar miré la pantalla: no decía “privado” ni
“desconocido”; tampoco me indicaba que fuera un contacto que yo reconociera. En
la pantalla pude leer: “Llamando” y, abajo, “Dios” No sólo podían intervenir
mis líneas… ¡También podían jaquear mi teléfono! Luego me di cuenta que no era
para tanto, lo más probable era que Daniel se hubiera incluido en el directorio
de mi teléfono, con ese “Dios”, alguna de las veces que fui al baño. Es muy
posible: me encontraba en una situación similar a la joven que conoció Milan
Kundera, en 1972, según relata en el texto del que hablé inicialmente y que,
mientras le cuenta que había sido interrogada por la policía de Praga acerca de
él, va tantas veces al baño que el “ruido del agua que llenaba la cisterna”,
había sido constante durante todo el tiempo que estuvieron hablando. Aunque lo
más probable, es que podría haber tomado mi celular en alguno de los momentos en
los que yo me abocaba a preparar café. Esto parece irrelevante, pero no; no lo
es por los siguientes motivos. Si hubiera modificado mi teléfono, que
permaneció siempre sobre la mesa de la cocina—comedor y living (ambientes, como
dije antes, integrados), y no sobre la mesita ratonera, cercana a los sillones,
yo podría haberlo visto, gracias a la visión lateral o periférica que puede
alcanzar un ángulo de hasta ciento ochenta grados; y no me extrañaría que él
hubiese sido entrenado para utilizarla al máximo, mientras que yo estaba
“desactualizado” y bastante desprevenido. Por otro lado, mi trato, de larga
data, con este tipo de personas, me indicaba que padecían de dos problemas que
debían, según el entrenamiento, evitar. Es más acertado hablar de dos
adicciones: necesidad de adrenalina y, como consecuencia, necesidad de actos
osados; debían, pero no siempre
podían evitarlo. Y sumo un dato más: en uno de los momentos en los que estaba
preparando café, Daniel se acercó a mí. Mientras observaba, elogió la estética
de la cocina.
—Muy buena elección. Los muebles negros contrastan muy bien con el fondo
blanco de los porcelanatos. También me gusta esta heladera gris, está de moda.
Es bastante grande, ¿no? Podría caber un cuerpo seccionado en tres partes sin
ningún problema —sonrió y me dio dos golpecitos en el hombro derecho. Daniel
estaba a mis espaldas.
—Este departamento no es mío. Asique los elogios de la elección del mobiliario
no me corresponden a mí.
—Ah, no, no. Este departamento no está a nombre suyo; que no es lo mismo,
desde el punto de vista fáctico, que no sea suyo. Sí lo es. —Esto último lo
dijo con cierto énfasis, indicándome así que no debía mentirle y, fundamentalmente,
que ellos lo sabían todo.
—No tengo dudas —dije— usted pertenece a la SEP. —Sonreímos los dos—.
Ustedes lo saben todo y de manera perfecta.
—Jamás sabemos todo de alguien. Eso nos motiva a seguir investigando en
forma constante, a cambiar de hipótesis si es necesario, a no bajar la guardia,
a seguir y seguir, siendo conscientes de que no hay final; siempre hay algo más
para saber —lo dijo en forma terminante, como si estuviera leyendo un documento
de esos que se estudian en la capacitación.
Pero a lo que iba es lo relativo a la lateralidad de los ojos, la osadía y
al elogio al mobiliario de mi departamento.
—Este microondas también es bastante grande, pareciera que está previsto
para la recepción de muchas personas, para… reuniones
quizás. El gris va a tono con la heladera y la cocina, y el espejado de la
puerta. —Se detuvo frente al microondas, que daba a la altura de sus hombros, y
dijo—: Muy lindo también, pero es aconsejable
mantener la puerta entreabierta. —De inmediato la abrió a unos cuarenta
y cinco grados y colocó una taza, que sacó del escurridor, para evitar que la
puerta se abriera completamente. En ese instante me di cuenta de varias cosas:
me había dejado sin espejo retrovisor
hacia el living; Daniel tenía una vasta experiencia; su grado jerárquico era
bastante alto; la agencia a la que pertenecía también era calificada y, por
consiguiente, no provenía de la SI.
Entonces, con seguridad: el teléfono lo ha modificado mientras yo le daba
la espalda preparando café, buscando el azúcar,… De ese modo simple, y ante una
insignificancia, se habría probado él mismo y también me habría probado a mí.
La cuarta hipótesis. Quinta entrega
Contesté la llamada de Dios:
—Estoy abajo. Tengo unos minutos solamente, ¿le gustaría que le deje unos
datos más?
—Por supuesto, suba —oprimí el botón del portero eléctrico.
Lo esperé bajo el dintel de la puerta. Lo vi salir del ascensor, cerrar las
puertas y caminar hacia mí con una carpeta en su mano izquierda. Pasó, cerré la
puerta y mientras me dirigía al sector de la cocina le ofrecí café.
—Tiene razón: la puerta del microondas debe quedar abierta al menos unas
horas al día, lo consulté por internet —abrí el aparato y coloqué la taza, tal
como lo había hecho él el día anterior, dándole un mensaje: hoy corro el espejo,
por decisión propia. También busqué en Google “fábricas de zapatos” y “representantes
autorizados”… —interrupción.
—Deje de hablar pavadas. Tengo nueva información que debe publicar con
urgencia. —Hablaba en voz baja. Señaló hacia arriba, donde estaba la lámpara
que pendía del techo. Se dirigió a la mesa del comedor y comenzó a hojear la
carpeta que, viéndola de cerca, no era tal, sino que se trataba de un libro de
contabilidad—. No, no quiero café, ya me he tomado media docena —bajó los
decibeles de su voz, como si hablara en secreto—: Venga y présteme atención.
A pesar de su minimizado tono, me hablaba con tono de orden, como si yo
fuera su secretario y él un empresario apurado por hacer un negocio de compra
de acciones importante y urgente. Por eso le dije con tono algo irónico, pero sonriendo:
—¿Cuándo me depositan el sueldo? Sugiérales que sea entre el uno y el cinco
de cada mes. —Sonrió y entornó la cara con rapidez; ambas cosas en cuestión de
segundos. Fue la manera que eligió para responder mi provocación. Sinceramente,
en ese momento, no me di cuenta de lo muy apurado que estaba. De lo contrario
me habría comportado como un profesional…
Me refiero a un periodista profesional.
Acaté su orden y me acerqué a él. El libro de contabilidad iba por la foja doscientos
veintidós.
—Mire. —En voz muy baja. Eran recortes de periódicos. Pude ver una
simulación computarizada que daba cuenta de la posición en que habían quedado
el cuerpo del Fiscal y el arma. Con flechas se indicaba: puerta del baño,
pistola, espejo, bañadera y sanitarios—. Se la entregamos nosotros a este. —Me
indicó con su dedo índice el nombre del periodista que figuraba debajo del
título de la nota. Analicé por unos segundos la imagen:
—No es exacta. La ubicación de la pistola…
Yo había hablado en voz muy baja, no obstante, cruzó su dedo índice sobre
sus labios y, de inmediato, con la mano ligeramente extendida, con la palma de
la mano hacia abajo, hizo tres cortos movimientos ascendentes y descendentes,
indicándome que hablara más despacio
—Se la entregamos así, intencionalmente —mantenía su bajo tono de voz;
apenas podía oírlo. Me mostró otro recorte periodístico que en la volanta decía:
“Caso Fiscal. Avanzan las investigaciones”; en el título: “La bala entró por la
parte superior de la oreja”; en el copete: repetía el título y agregaba: “en
forma ascendente, trascendió en tribunales”. Daniel señaló el copete—: ¿Se da
cuenta por qué el Fiscal estuvo investigando por internet lo que le dije? —se
refería a lo del cráneo, huesos: dureza, espesor, etcétera; cerebro…—. Como le
dije: se disparó él, pero su intención no era matarse; aunque, le anticipo, ya
hay una quinta hipótesis que se puede
sostener con las mismas pruebas de la cuarta. —En tono alto me dijo—: No tenemos nada nuevo
por hoy. Deje su blog como está o, si lo prefiere, consulte las visitas, o
vuelva a subir textos de Fromm, de Saer, de Schopenhauer, Borges o Foucault,
como lo hizo en publicaciones anteriores. —Con la mano me indicó que lo
siguiera. Nos ubicamos, de pie, como estábamos antes, pero ahora ante el
desayunador—. Acá, mejor acá —dijo mientras miraba hacia la parte central del
techo, donde estaba la lámpara y, debajo de ella, la mesa principal. Era como
si con su vista tomara medidas de alcance. No obstante continuó hablando en secreto. De pronto se dirigió hacia
la zona de la mesa y dijo con naturalidad—: Está bien, le acepto un café. —Me
indicó que me acercara a él y me hizo unas señas que no comprendí de inmediato:
Yo permanecía algo estupefacto, pero al fin me di cuenta y le respondí:
—Se lo preparo —dije en voz más alta de lo habitual. Daniel hizo una mueca,
acercó su boca a mi oído y me dijo—: No son estúpidos. —Pretendiendo remediar la
situación agregué—: Nunca está de más un rico café.
Regresamos nuevamente al desayunador. Abrió una vez más su libro contable. Advertí
que la foto no estaba pegada. Dio vuelta la página: un papel suelto me daba
indicaciones de lo que verdaderamente debía hacer o él (o ellos) quería que
hiciera. Leí la primera frase: “Ha comenzado una operación de la Secretaría de
Contrainteligencia de la SI, en relación a lo publicado en su blog”. El papel,
luego me indicaba que tenía que crear un nuevo blog o si estaba dentro de mis
posibilidades “cree una página web”. En mi blog actual o en el nuevo debía
publicar “un resumen de lo principal, dejando de lado el perfil literario”, a
modo de anticipo de lo que el lector encontrará a medida que avance. Además, en
esos anticipos no debía obviar “lo de la pistola 22 y no una 9”; la hipótesis
del homicidio y el “absurdo” pedido del Fiscal de una pistola 22, para
defenderse de personas que vendrían fuertemente armadas; lo del suicidio: “disparo
en el parietal” y no, como sería lógico con un arma de tan bajo calibre, a
través de la boca. Por último el papel me indicaba que debía ratificar, en esa
síntesis lo publicado anteriormente, referido a las hipótesis. Estaba copiado
con exactitud lo que, al respecto, había escrito en mi blog: “que
no había sido suicidio, que no había homicidio, que lo de suicidio inducido era
una pavada de los medios”.
Daniel continuó con su tono… confidencial:
—¿Lo memorizó?
—Por supuesto —le respondí. Él cerró el libro y nos dirigimos hacia los
sillones.
—¿Así está bien o está muy cargado? —le pregunté. Ambos estábamos sentados.
Yo había cruzado mis brazos y mis piernas; él había volcado su cuerpo hacia un
costado; con su brazo en “v”, sobre el apoyabrazos del sillón, sostenía con una
mano su cabeza.
—Es lamentable que no tenga nada para decirme. Espero que las cosas cambien
pronto para que pueda darle un final a esto.
—Seguramente volveré a visitarlo. Lo que no creo que pueda hacer usted es
darle un final a esta tragedia. Esto no terminará nunca. Bueno, muy rico el
café, muy cómodos los sillones, pero lamentablemente me tengo que ir. —Dijo
eso, se puso de pie, marcialmente, como si estuviera por pasar delante de él
alguien de altísimo rango y se dirigió a la puerta. Caminó unos pasos y se
volvió. De cerca, dándome suaves toques, en el pecho, con su dedo índice, y me
dijo:
—Nos queda mucho. Le tengo que contar por qué el Fiscal hace lo que hizo;
el error que comete en el… “gesto brutal”, diría usted, y que le cuesta la
muerte; yo diría que en este aspecto son dos los errores que comete. También nos
queda pendiente lo de la exesposa, que es un platito fuerte, más de lo que
piensan muchos o casi todos; tenemos el chat que entablan por internet las
hijas del Fiscal; tenemos la quinta hipótesis… Vamos a vernos antes de lo que
usted piensa… Nos despedimos con formalidades y mutuas sonrisas.
Por mi parte, me daba cuenta que comenzaba una nueva historia y que, tal
vez, estaba trabajando para… ¡quién sabe para quién!
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