—¿Usted piensa que un
fiscal, que puede tener y hasta portar el arma que quiera, por ejemplo una 9
milímetros, va a pedir prestada una pistola 22 para defenderse?
El Hombre caminaba a mi lado y hablaba con soltura, con voz grave,
como quien no tiene preocupación alguna y va, junto a un amigo, a jugar una
partida de golf, pero luego de la pregunta retórica, me tocó el brazo
indicándome que me detuviera. Nos pusimos frente a frente:
—Imagine —me dijo— que usted
cree que pueden atentar contra su vida, usted es fiscal, ¿sí?, puede tener (de
hecho tiene) y hasta portar, armas como la que le mencioné. Cree que pueden
matarlo. Estando en semejante situación de tensión y temor a perder la vida,
pero valentía para defenderse. Una valentía acorde a su personalidad. Es fiscal
de una de las causas más complejas y complicadas de la historia de la justicia
argentina: ¿Usted piensa que usted, yo, mucho más el Fiscal, pensaría que quien
o quienes vienen a matarnos, va a venir con un cuchillito de plástico? Si usted
cree que el potencial asesino proviene de lo más alto de algún poder, sea el
que fuera, va a llegar a su departamento con alto poder de fuego, terminología
y situación que conocemos, ¿no?, ¿va a pedir prestada una Bersa Thunder 22? ¿No
le parece absurdo?
Dijo estas palabras y me
indicó, con una sonrisa y un gesto de cabeza, que siguiéramos caminado.
Como le sucede al personaje
narrador de Borges en Rosendo Juárez,
deduzco ahora, que “algo de autoritario” debe haber tenido el Hombre, porque yo hacía caso a sus
señas; respetaba, sepulcralmente, sus pausas; no le rebatía nada ni lo
interrogaba: había logrado anularme todas las facultades intelectuales, excepto
la de escuchar y guardar en la memoria. Hasta en la forma de caminar me sometía seguía su ritmo, que era de pasos largos,
pero lentos y seguros; aunque me daba la impresión de que era una forma estudiada de caminar, percibía algo
teatral en ese y otros comportamientos.
Como me dijo, el mismo
razonamiento referido a la supuesta necesidad de contar con un instrumento de
autodefensa, era aplicable al suicidio:
—Ahora imagine una situación
similar para la hipótesis del suicidio, todo sigue igual: usted es fiscal
interviniente en un caso de máxima importancia. Por el motivo que sea decide
matarse, ¿elige un arma calibre 22, teniendo a disposición otras de calibre
grueso? Y aun suponiendo que esa 22 es el arma que tiene más a mano, ¿decidiría
dispararse en la sien y no a través del paladar superior para que el pequeño
proyectil atraviese sin dificultad los obstáculos óseos y llegue al centro del
cerebro haciéndolo estallar?
Yo seguía atentamente y de
manera concentrada las palabras del Hombre,
pero ya habíamos llegado a las cocheras de alquiler donde me esperaba mi auto.
Por eso, y con el fin de no cambiar nada, para que el extraño concluyera de una
vez con su promesa de contarme la verdad y entregarme las supuestas pruebas, al
llegar a la vereda de las cocheras seguí
caminando como si nada. Apenas habíamos dados unos pasos al frente de la
propiedad siguiente se detuvo. Miró hacia arriba y hacia los costados:
—Nos estamos pasando —me
dijo imprevistamente, mientras giraba sobre sus pies, desandaba unos pasos y me
indicaba que lo siguiera. Ambos nos ubicábamos frente al portón de salida de
las cocheras.
Por otro lado, me aseguró que un arma
de ese calibre sólo deja en las manos,
la ropa, el pelo o cualquier parte del cuerpo “millonésimas de gramo de
residuos” y se tienen que cumplir “determinadas condiciones” para poder
detectarlas. Esto hace posible que el “barrido electrónico” pueda arrojar un
resultado negativo.
—Además tenga en cuenta que el arma
fue hallada debajo del cuerpo del Fiscal, su mano puede haber caído rosando el
piso o alguna pared colaborando en la eliminación de las macropartículas;
agréguele a esto el hecho de que el cuerpo fue encontrado al menos diez horas
después de su muerte, que no es sinónimo de diez
horas después del disparo. Pero lo más importante y que impide que el
rastreo electrónico sea positivo es por lo que hace el Fiscal, que conoce de
esto y sabe muy bien cómo lograr ese resultado. Ahora lo dejo, ya tiene
bastante para escribir. Usted es escritor de ficciones, de algunas novelas
históricas… —hizo una pausa—. Cómo decírselo, a ver… —otra pausa—, agréguele lo
que quiera. Descríbame a mí como le parezca, haga lo que se le antoje con los…
escenarios, ¿sí?, pero no modifique la esencia de lo que le he revelado. Piense
que usted es un… elegido, por su objetividad y por su forma rigurosa de
escribir novelas históricas, notas periodísticas y guiones para cine y
documentales. Es un elegido y un privilegiado, no sea ingrato con la realidad
por más que le cueste creerla, por más… —parecía, por primera vez, que hacía un
esfuerzo para encontrar las palabras precisas— exótica que le resulte. Luego le
contaré el resto.
Comenzaba a alejarse y yo balbuceé
otro monosílabo. “Pero”, alcancé a decir cuando comenzaba a alejarse y el Hombre
giró a medias su cuerpo, levantó su brazo y con el dedo índice de la mano
señalándome me dijo, simplemente, “yo lo ubico, quédese tranquilo, va a saber
la historia completa.”
Caso Fiscal
La cuarta hipótesis (Continuación)
23 de enero
Ante todo debo pedir
disculpas por la “ligereza” del texto que subí anoche. Luego de la ardua
“lucha” contra las “interrupciones”, me fui a dormir. Todavía hacía mucho
calor, encendí el televisor para saber la temperatura: 31 grados indicaba la
parte inferior derecha de la pantalla. Pensé que entre la temperatura, mi
confesión pública, la imagen mental nítida e intermitente del Hombre, las interrupciones, etcétera, no
podría conciliar el sueño. No fue así: intencionalmente comencé a repasar
imágenes que me resultaran agradables y, así, volví a Córdoba. Recordé la grata temperatura del agua de la pileta
climatizada, me vi sumergido en ella hasta el cuello y haciendo breves nados de
una punta a otra de la pileta de unos veinte metros de largo. Vi las pérgolas
con esa enredadera verde que deja asomar, tupidamente, una flor relativamente
cónica que mezcla los colores rosa, naranja (predominante), rojizos y
seguramente otros que mi escasa cultura visual, en cuanto a colores se refiere,
no me permitió ver. Según uno de los empleados de mantenimiento, es conocida,
esa enredadera, como “clarinete”; y en efecto para describirla es mucho más
oportuno decir que tiene la forma de ese instrumento musical y no, como dije
antes, cónica. Caminaba por el pequeño centro de Villa General Belgrano. Vi los
pintorescos (otro cordobesismo)
restaurantes alemanes (¿qué alemanes?). Caminaba por calle Ojo de Agua y a
medida que me alejaba del núcleo del pequeño centro comercial, las luces
disminuían; ingresaba a la zona residencial; ya habían quedado tras de mí los
comercios las luces, los autos estacionados y en movimiento, la música de
algunos restaurantes, las farolas de las veredas, la luz artificial intensa, el
ruidoso show frente a la iglesia; así, las veredas y las casas se apagaban, todo
se oscurecía; al fin: vi la noche; no pude saber más nada hasta pasadas las
ocho de la mañana, cuando desperté, recordé lo que había escrito en la
madrugada y mis ojos se transformaron en dos estrellas luminosas incapaces de
parpadear. Ante la urgencia de la publicación, cuatro horas de descanso fueron
más que suficiente para poder retomar el trabajo que me había propuesto. Es
cierto: sentía algo de miedo y, mientras desayunaba, vacilaba y me preguntaba
si debía seguir, pero el miedo no es una cualidad que me caracterice. Pensé:
“por qué no se hacía cargo el Hombre de hacer público semejante análisis, ese
atroz relato de él, y recordé sus primeras palabras, que fueron una afirmación
imperativa: “usted que es escritor y periodista, tengo información que me han
dado. Información segura, que proviene de lo más alto”. Reiteró: usted es
escritor, es periodista. Sabrá cómo comunicar esta verdad”. Apabulle acacias.
El Hombre se había acercado a mí, amablemente, con un cordial “buenas
tardes”. Yo acababa de salir de mi departamento y me dirigía a las cocheras de
alquiler, distantes a cuatro cuadras y media. Era lo más cercano que había
podido conseguir desde que había alquilado sobre Houssay. Era indudable que
conocía mis movimientos; ya había quedado más que claro que sabía bastante de
mí en cuanto a mis actividades… En fin como dice mi lejano amigo (graciosamente,
las veces que nos hemos encontrado, dos veces en Francia, específicamente en
París y una en Madrid, lo llamo Mil o Milé o Mei), los comportamientos, de las
personas, son “estadísticamente calculables, sus opiniones manipulables, y que,
así las cosas, el hombre es menos un individuo (un sujeto) que un elemento de
una masa.” (Nada nuevo, pero…, lo dice Milan, en el 2009)
La decisión, esa que
menciona en el whatapp que envía a su grupo,
en realidad ya la había tomado antes de su viaje a Holanda. Lo de Holanda era
algo que tenía pendiente con su hija, por eso viaja; además quería dejarle una
buena impresión, un lindo recuerdo, por si las cosas no salían como las había
pensado en Buenos Aires. Sin embargo, en Ámsterdam, un moreno, que no sabe
quién es el Fiscal (en realidad fuera de los altos ámbitos judiciales y
políticos, nadie lo conoce. Para los argentinos en general, Nisman es un
desconocido, nadie ha escuchado ese apellido, nadie sabe que existe una
Fiscalía creada especialmente para dilucidar el atentado contra la AMIA) tiene
la orden de entregarle un teléfono celular que, luego de recibido el primero y único mensaje deberá
destruir parte por parte y arrojarlo en forma diseminada en lugares como
contenedores o cursos de agua. Y así sucede. El mensaje lo recibe unos minutos
después de que el moreno le dejara el teléfono. Su contenido es claro: en
Argentina se está preparando su destitución o pedido de renuncia o alejamiento,
debido a que lleva más de diez años al frente de la causa y no ha logrado
absolutamente nada. Servicios de por medio, muchos saben el contenido de la
imputación que está preparando. Claro que no es todo esto lo que dice el
mensaje, pues éste se limita a unas pocas palabras, tal vez estas: “quieren
desplazarlo de la ‘causa”. Debe seguir hasta las últimas consecuencias”. Al
igual nosotros, ellos conocen el escrito”. Y luego el número de una cuenta
bancaria, un monto en dólares, el nombre de un banco fantasma y su ubicación en
un paraíso fiscal. Además: una clave; los nombres de los titulares de la cuenta
que son él y su ex esposa, “indistintamente”; unas palabras que esconden el
motivo real de la alta suma de dinero depositada allí: “le servirá para la
investigación”. El Fiscal también advierte que si es destituido y alguna
iniciativa judicial atenta contra sus bienes tiene un respaldo que asegurará su
futuro y el de su familia. Piensa que puede tratarse de una trampa, pero más
cree que se trata de sus amigos de la Embajada, cuya relación fue revelada
por Wikileaks. Como dice Kollman: “En la colección de cables de la embajada
norteamericana en Buenos Aires, dados a conocer por Wikileaks, hay decenas de
informes de visitas de Nisman a la delegación diplomática donde discutía la
orientación de la causa, pedía disculpas por no avisar de tal o cual medida que
tomó y les enviaba textos que recién después presentaría a la Justicia”.
Pero
el Fiscal no piensa que esté trabajando para nadie que no sea para él y para la
investigación. No cree, no se ve, arrodillado frente a la Embajada, sino de
pie, frente a frente, como dos poderes que se “quieren”, que se necesitan
mutuamente. Su personalidad es firme, sólida, hozada: se siente bien con él
mismo, su ánimo está en elevación, su habitual seguridad cobra una dimensión
sobrehumana; su ansiedad no le permite dormir la cantidad de horas que dormía.
En Ámsterdam y sus últimas noches posteriores, se le hacen interminables. No se
da cuenta que dormir poco puede alterarle el juicio, pero no se preocupa por el
sueño, le sobran energías y ansias de grandeza. Entonces: toma una decisión. Debe
ganarles de mano. No puede permitir que sea desplazado de la causa sin pena ni
gloria; o, en todo caso, con pena, pues sabe que lleva más de diez años sin
haber aportado absolutamente nada para su esclarecimiento. Ha decidido,
entonces, imputar a las más altas autoridades por encubrimiento. Sabe que no
tiene nada para imputar a nadie. Sabe lo
que es una falacia, pero no ha estudiado ni conoce ningún tipo de
clasificación, sin embargo, aunque exactamente no lo sepa recurre a una de
ellas: argumento ad
consequentiam o argumentum ad consequentiam (en latín,
según Wikipedia, "dirigido a las
consecuencias"). Se trata de una falacia que pretende sostener a un
argumento en función de las consecuencias que generó o que puede generar.
Y las consecuencias que
imagina se cumplen: alto impacto mediático: el asunto se transforma en agenda
temática que, todo parece indicar, no será una cuestión pasajera; credibilidad
de su denuncia, con ayuda de ese impacto.
Así, su sobre-humanidad crece, da un nuevo salto: es hora de ejecutar el
segundo paso, es hora del gesto brutal:
debe darse un tiro, pero no tiene que suicidarse.
—¿Usted piensa que un fiscal,
que puede tener y hasta portar el arma que quiera, por ejemplo una 9
milímetros, va a pedir prestado una pistola 22 para defenderse?
El Hombre caminaba a mi lado
y hablaba con soltura, con voz grave, como quien no tiene preocupación alguna y
va, junto a un amigo, a jugar una partida de golf, pero luego de la pregunta
retórica, me tocó el brazo indicándome que me detuviera. Nos pusimos frente a
frente:
—Imagine —me dijo— que usted
cree que pueden atentar contra su vida, usted es fiscal, ¿sí?, puede tener (de
hecho tiene) y hasta portar, armas como la que le mencioné. Cree que pueden
matarlo. Estando en semejante situación de tensión, temor a perder la vida,
pero valentía para defenderse. Una valentía acorde a su personalidad. Es fiscal
de una de las causas más complejas y complicadas de la historia de la justicia
argentina: ¿Usted piensa que usted, yo, mucho más el Fiscal pensaría que quien
o quienes vienen a matarnos, va a venir con un cuchillito de plástico? Si usted
cree que el potencial asesino proviene de lo más alto de algún poder, sea el
que fuera, va a llegar a su departamento con alto poder de fuego, terminología
y situación que conocemos, ¿va a pedir prestada una Bersa Thunder 22? ¿No le
parece absurdo?
Dijo estas palabras y me
indicó, con una sonrisa y un gesto de cabeza, que siguiéramos caminado.
Como le sucede al personaje
narrador de Borges en Rosendo Juárez,
deduzco ahora, que “algo de autoritario” debe haber tenido el Hombre, porque yo hacía caso a sus
señas, respetaba, sepulcralmente, sus pausas, no le rebatía nada ni lo
interrogaba: había logrado anularme todas las facultades intelectuales, excepto
la de escuchar y guardar en la memoria. En la caminata seguía su ritmo, que era de pasos largos,
pero lentos y seguros, aunque me daba la impresión de que era una forma estudiada de caminar, percibía algo
teatral en ese y otros comportamientos.
Como me dijo, el mismo
razonamiento referido a la supuesta necesidad de contar con un instrumento de
autodefensa, era aplicable al suicidio:
—Ahora imagine una situación
similar para la hipótesis del suicidio, todo sigue igual: usted es fiscal
interviniente en un caso de máxima importancia. Por el motivo que sea decide
matarse, ¿elige un arma calibre 22, teniendo a disposición otras de calibre
grueso? Y aun suponiendo que esa 22 es el arma que tiene más a mano, ¿decidiría
dispararse en la sien y no a través del paladar superior para que el pequeño
proyectil atraviese sin dificultad los obstáculos óseos y llegue al centro del
cerebro haciéndolo estallar?
Yo seguía atentamente y de
manera concentrada las palabras del Hombre,
pero ya habíamos llegado a las cocheras de alquiler donde me esperaba mi auto.
Por eso, y con el fin de no cambiar nada, para que el extraño concluyera de una
vez con su promesa de contarme la verdad y entregarme las supuestas pruebas, al
llegar a la vereda de las cocheras seguí
caminando como si nada. Apenas habíamos dados unos pasos al frente de la
propiedad siguiente se detuvo. Miró hacia arriba y hacia los costados:
—Nos estamos pasando —me
dijo imprevistamente, mientras giraba sobre sus pies, desandaba unos pasos y me
indicaba que lo siguiera. Ambos nos ubicábamos frente al portón de salida de
las cocheras.
Por otro lado, me aseguró que un arma
de ese calibre sólo deja en las manos, la
ropa, el pelo o cualquier parte del cuerpo “millonésimas de gramo de residuos”
y se tienen que cumplir “determinadas condiciones. Esto hace posible que el
“barrido electrónico” pueda arrojar un resultado negativo.
—Además tenga en cuenta que el arma
fue hallada debajo del cuerpo del Fiscal, su mano puede haber caído rosando el
piso o alguna pared colaborando en la eliminación de las macropartículas;
agréguele a esto el hecho de que el cuerpo fue encontrado al menos diez horas
después de su muerte, que no es sinónimo de diez
horas después del disparo. Pero lo más importante y que impide que el
rastreo electrónico sea positivo es por lo que hace el Fiscal, que conoce de
esto y sabe muy bien cómo lograr ese resultado. Ahora lo dejo, ya tiene
bastante para escribir. Usted es escritor de ficciones, de algunas novelas
históricas… —hizo una pausa—. Cómo decírselo, a ver… —otra pausa—, agréguele lo
que quiera. Descríbame a mí como le parezca, haga lo que se le antoje con los…
escenarios, ¿sí?, pero no modifique la esencia de lo que le he revelado. Piense
que usted es un… elegido, por su objetividad y por su forma rigurosa de
escribir novelas históricas, notas periodísticas y guiones para cine y
documentales. Es un elegido y un privilegiado, no sea ingrato con la realidad
por más que le cueste creerla, por más… —parecía, por primera vez, que hacía un
esfuerzo para encontrar las palabras precisas— exótica que le resulte. Luego le
contaré el resto.
Comenzaba a alejarse y yo balbuceé
otro monosílabo. “Pero”, alcancé a decir cuando comenzaba a alejarse y el
Hombre giró a medias su cuerpo, levantó su brazo y con el dedo índice de la
mano señalándome me dijo, simplemente, “yo lo ubico, quédese tranquilo, va a
saber la historia completa”
TRES
24 de enero
No saqué el auto, no fui a ningún
lado, volví a mi departamento y me puse a escribir. El dilema más fuerte que se
me presentaba era decidir a qué medio de comunicación le enviaría la
“revelación”. Como periodista independiente, podía elegir entre dos o tres
opciones. A las ocho ya me encontraba frente a mi máquina, nuevamente, con el
fin de continuar escribiendo algo más que un relato. A las nueve,
aproximadamente, el texto escrito se encontraba exactamente igual que a las
ocho, pero había encontrado una forma interesante de publicar la cuarta
hipótesis; fundamentalmente una manera que hiciera posible la publicación,
pues, a esa altura, tenía la certeza de que ninguno de los tres diarios
“amigos” publicaría la versión que me había descrito el Hombre (¿S.I.?). Un poco antes de las diez
de la mañana el texto ya tenía la forma que decidí: ficción literaria, y que,
conjeturé, sería publicable, ya se había desplazado en Word unas tres páginas.
Pasadas las once (cinco páginas) sentí que descendía mi rendimiento. Dormir
poco, o mucho menos de lo habitual, hacía estragos en mi capacidad, bastante
lenta, para escribir. Decidí, primero, tomarme un café bien cargado. Lo hice,
pero cuando la cafetera largó su pitillo de aviso de fin de su tarea yo ya
había decidido recostarme un rato y lo escuché desde la cama. Sólo me había
sacado los zapatos y estaba boca arriba con las piernas cruzadas y las manos
debajo de la nuca. Me iba quedando dormido, el caos de imágenes comenzaba a
adueñarse de mi consciente cuando me di cuenta que en definitiva el Hombre no me había dicho nada relevante:
sólo había esbozado una posibilidad. Surgió en mí la nítida necesidad de
denunciar al hombre, a través de uno de los diarios. Es decir, hacer
exactamente lo contrario a lo que había decidido: publicar con la mayor
exactitud posible lo que me había ocurrido, pero a modo de denuncia relacionada
con el accionar de los Servicios de Inteligencia. Tenía en claro que mi blog
(Estadística Google: promedio de cinco mil visitas diarias, aproximadamente),
ya estaba escrito con la primera versión, pero sólo se trataba de editar la
entrada. O subir otro texto que explicara todo, incluyendo el error, el
apresuramiento, de haber publicado el texto de la entrada anterior; “no lo
maduré lo suficiente”, diría como excusa; o: “fui víctima de un engaño, pido
disculpas”…
Antes de las doce me levanté, tomé el
café que había preparado, en una taza grande; “necesito estar bien despierto”,
me dije. A las doce en punto sonó el portero de mi departamento. Atendí y
escuché la particular voz:
—Soy yo. ¿Continuamos?
—Claro, por supuesto, estoy ansioso;
creí que no volvería a verlo, ¿quiere subir o prefiere caminar? También
podríamos ir a almorzar… —me interrumpió.
—Prefiero subir, ábrame la puerta,
ahora, por favor.
Le hice caso. Apenas estuve arriba
volvió a pedirme disculpas, me dijo que estaba acostumbrado a este tipo de
tareas y que obraba así, “apurando la situación”, para evitar dar tiempo a que
alguien, en este caso yo, active alguna cámara o un micrófono. Volvió a pedirme
disculpas:
—Disculpe, pero el protocolo indica
que debo hacer esto.
Estaba vestido con la misma bermuda,
de color verde oscuro, del día anterior. Los mismos zapatos tipo mocasín,
gamuzados, de color claro. Sólo había cambiado su remera; ahora tenía puesta
una de color negra, al igual que la del día anterior era ancha y bastante
larga. No tenía dudas que debajo de ella podría tener un arma sin que nadie lo
notara. Dijo lo del protocolo y de inmediato sacó de una riñonera un aparato.
Hizo un pip cuando lo encendió. Comenzó a recorrer todo el ambiente (Mi cocina
comedor y living; integrados amplios y cómodos).
—Es el protocolo —volvió a repetir—.
Debo asegurarme de que no hayan micrófonos ni cámaras —dijo, mientras caminaba
y apuntaba el aparatito hacia diferentes lugares y simultáneamente accionaba
una especie de perilla—. Todo está bien. Se está portando acorde a lo esperado.
Nos gustó el relato que hizo en su blog; hasta hace una hora ya llevaba más de
ocho mil visitas.
¡Ni a mí se me había ocurrido revisar
la estadística! ¡Tenía muy en claro que, supuestamente, únicamente yo podía
acceder a esa información! Me sentí invadido; sí: invadido, más que vigilado,
perseguido, o acosado por esa paranoia que relatan constantemente muchos
periodistas y algunos políticos. Se me cruzaron por la cabeza mil cosas para
decirle e incluso la idea de echarlo. Lo pensé unos segundos y finalmente
pregunté:
—¿Prefiere que nos ubiquemos en los
sillones o en la mesa?
—En los sillones. Debe estar cansado.
Anoche se acostó a las cuatro de la madrugada y se levantó a las pocas horas
—dijo eso, mientras volvían a sucederse en mi mente ideas de “invasión”, en
este caso a mi intimidad. Recordé el instante en el que el aparatito comenzó a
lanzar unos pic cortos y seguidos. Saqué una conclusión: efectivamente había
alguna cámara, pero no la había instalado yo, sino, ellos. Aunque también era probable que una observación simple,
desde el exterior del edificio, del apagado y encendido de luces, les arrojaría
una evidencia de mis comportamientos inequívoca. Otra opción, que pensé después,
fue que habrían estado observándome desde el edificio de enfrente: a través de
las cortinas mi sombra, de las luces interiores o del sol de las primeras horas
(mi departamento da hacia el Este) les habría indicado todos mis movimientos,
incluso cuando preparé el café o fui al baño.
La sensación que sentí fue de una
intimidación amable: como si ellos, me quisieran decir “si queremos podemos
saber todo de vos”, o, directamente: “conocemos todos tus movimientos y hasta
lo que escribís, incluidas las palabras que borrás; incluso lo que pensás”.
—El Fiscal ya había modelado su
investigación, transformándola en una falacia. Nada le costaba seguir
manipulando hechos a favor de su hipótesis que, usted sabe, era insostenible.
No duraba en pie ni un mes (que políticamente es mucho). Los principales
juristas del país, además del oficialismo con toda su batería… —Quedó callado
por unos instantes. En este caso, me dio la impresión que no estaba buscando ni
la palabra ni la expresión precisa y ajustada a la situación. Mi impresión fue
que se había ido, que algo le trajo a
la memoria algún suceso que le resultaba traumático…, tal vez un homicidio;
quizá venía de asesinar a… un fiscal. Pensé esto y una risa interna recorrió mi
cuerpo. Él continuó:
—… Usted sabe a qué me refiero. En
esto puedo fallar: no soy político y no me gusta la política, y mucho menos
meterme.
Ante semejante aberración hasta se me
pasó por la cabeza que me estaba tomando
el pelo o, tal vez, probándome. Por eso me animé a hablar:
—Con
toda la información política que tiene me dice que no le gusta meterse, que no
le gusta la política.
—Exactamente. Este es mi trabajo. Si
lo quiere llamar de alguna manera soy… un… investigador. Nada más que eso, un
investigador, un curioso más; este es mi trabajo y todos los meses tengo
depositado mi sueldo y los eventuales gastos operativos que haya tenido… Algo
más: no se esfuerce en creerlo, le costará
mucho y le producirá cierta… angustia diría yo. Simplemente, créalo.
—¿Un curioso?
—Sí. Es la mejor manera de
calificarme. Incluso lo de investigador suena a detective… ¿un Sherlock Holmes? Ahora que lo pienso, también suena a
espía…Sí, por qué no, también suena a espía. ¿Un cero cero siete? No, de
ninguna manera. Qué… curioso, de
chico me gustaba el Agente 086.
—A mí me suena a Secretaría de
inteligencia, o, popularmente, SIDE.
—SIDE. Sí, sí, SIDE, algo sé. Me suena
bastante. —Las expresiones del hombre: su cara, su modo de reacomodarse en el
sillón, sus piernas cruzadas…, habían tomado un aire burlesco.
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